La reina del norte, capitulo 5.

 Ixtchel se encontraba de vuelta en la casa de su maestro, el aire fresco de la tarde se colaba por las ventanas, trayendo consigo el aroma a tierra húmeda y a hierbas que crecían salvajes en el jardín. Se sentó en el suelo de madera, las tablas crujían suavemente bajo su peso, y cerró los ojos, buscando el centro de su ser. La meditación era su refugio, un lugar donde podía desconectarse del tumulto del mundo exterior y adentrarse en su propio corazón.


Mientras inhalaba profundamente, las memorias comenzaron a aflorar. Recordó a su tío, un hombre bonachón, siempre con una sonrisa sincera y un abrazo cálido. Los días de juegos en el jardín parecían lejanos, como si pertenecieran a otra vida. Le parecía irracional pensar que él, el hombre que la había llenado de risas y amor, podía tener tratos con criminales. 

Su maestro le había explicado alguna vez que las conexiones emocionales eran una forma de poder psíquico. Cada vínculo que creamos tiene una energía propia, una fuerza que puede ser tanto un arma como una vulnerabilidad. Ixtchel se concentró más, dejando que esa idea calara en su ser. Poco a poco, sintió cómo su alma comenzaba a separarse de su cuerpo, como si un hilo etéreo la conectara a su esencia.


En un instante, se halló en un rancho, un lugar áspero y descuidado, donde el polvo y la maleza se adueñaban del entorno. Hombres armados vigilaban con ojos alerta, pero Ixtchel comprendió que eran incapaces de verla. Su forma incorpórea le otorgaba la libertad de moverse sin ser detectada. Avanzó hacia la casa, sus pasos silenciosos como susurros en la brisa.


Al cruzar el umbral, el aire se volvió pesado, impregnado de una tensión palpable. En el interior, vio a su tío, cabizbajo, sentado en una mesa de madera desgastada. Con manos temblorosas, firmaba un contrato, sin siquiera alzar la vista. La luz tenue de la habitación iluminaba su rostro cansado, y en sus ojos Ixtchel vio una tristeza profunda, una derrota que no debería haber existido. Estaba claro que había sido llevado allí a la fuerza, arrastrado a un abismo oscuro desde el trágico momento en que sus padres fueron asesinados.


El corazón de Ixtchel se encogió al verlo así, un prisionero de su propia vida. Con cada firma, sentía cómo las cadenas invisibles que lo ataban se hacían más fuertes. Su alma, llena de determinación, se acercó un poco más, tratando de transmitirle un mensaje, una esperanza. Sabía que debía ayudarlo.

Con un último vistazo, Ixtchel se sintió serena, decidida a regresar a la casa de su maestro. Aquel lugar, con su aire cálido y el suave aroma de las plantas, la esperaba, pero sabía que debía actuar. Su viaje apenas comenzaba. Al abrir los ojos, la realidad la abrazó de nuevo. Ixtchel estaba lista para enfrentarse a los demonios que acechaban a su familia y recuperar lo que le pertenecía.

Al amanecer del día siguiente, Ixtchel se adentraba en el rancho, su corazón palpitaba con la mezcla de adrenalina y determinación. El sol empezaba a elevarse en el horizonte, pintando el cielo con tonalidades anaranjadas y doradas, mientras el aire fresco traía consigo el aroma de la tierra y el canto distante de los pájaros. Sabía que cada paso que daba era crucial; había planificado meticulosamente su entrada, eligiendo mezquitales como puntos ciegos, donde la vegetación densa le proporcionaría el camuflaje necesario.


Se agachó detrás de un arbusto espeso, sintiendo la textura áspera de las ramas contra su piel. En sus manos, sostenía su cerbatana, una herramienta que había preparado con esmero. Más de cincuenta centímetros de longitud, hecha de una madera ligera pero resistente, la sostendría con firmeza mientras sus pensamientos volvían a los días en que su maestro le había enseñado a usarla. Recordaba la calma en su voz, la forma en que le había guiado para alinear la respiración con el objetivo, un arte que se volvía más que una simple habilidad; era una extensión de su voluntad.


Con un movimiento suave, cargó la cerbatana con un dardo, una pequeña jabalina letal cubierta de un veneno derivado de plantas que había recolectado. El silencio del entorno la envolvía, permitiéndole escuchar el leve susurro de las hojas moviéndose con el viento. Con cada exhalación, su mente se centraba en la misión, dejando de lado cualquier rastro de duda.


De pronto, avistó a dos hombres vigilantes a unas pocas decenas de metros. Se movían con la confianza de quienes creen estar a salvo, sin imaginar que el peligro acechaba entre las sombras. Ixtchel se acomodó en su posición, la cerbatana firme entre sus labios. Respiró hondo y soltó el aire lentamente, alineando la punta del dardo con el primer objetivo. El viento era su aliado, y su maestro le había enseñado que incluso el más leve cambio podía alterar el rumbo del dardo. 


Con un movimiento certero, disparó. El dardo voló en línea recta, silbando suavemente al atravesar el aire, y se hundió en el cuello del primer vigilante. Su compañero apenas tuvo tiempo de girar la cabeza antes de recibir el segundo dardo, cayendo inconsciente sobre la tierra polvorienta. Ixtchel sintió una oleada de satisfacción. Había conseguido lo que se proponía.


Con el corazón acelerado, repitió el proceso. Una vez más, cargó la cerbatana, esta vez con una precisión aún mayor. Observó a otros vigilantes dispersos, cada uno ajeno al destino que les esperaba. Uno tras otro, fue eliminando a diez hombres en total, cada disparo silencioso, cada caída un paso más hacia su objetivo.


El ambiente permanecía en un silencio casi sagrado, el único sonido era el crujir de las hojas bajo sus pies mientras se movía con agilidad entre los mezquitales. Ixtchel se sentía imbatible, su mente clara y enfocada. Sabía que cada caída de esos hombres era una victoria, pero también un recordatorio del riesgo que enfrentaba. En ese instante, la línea entre el miedo y la valentía se desdibujaba. Ella era la cazadora, y su propósito la guiaba con firmeza.

Momentos después, ixtchel se encontraba en la penumbra, frente a la casa que albergaba los secretos más oscuros de su familia. El sol había comenzado a ocultarse, y el cielo se teñía de tonos violetas, mientras el aire se llenaba del canto lejano de los grillos. Un aire denso y caliente la rodeaba, casi palpable, mientras sus sentidos se agudizaban ante la proximidad de su objetivo.


Con un movimiento decidido, comenzó a sacar una serie de pequeñas bolsas de su mochila. Cada una de ellas contenía un compuesto químico que había elaborado meticulosamente, diseñado para crear una nube de humo denso y opaco. Se acercó cautelosamente a la entrada, cada paso medido, el suelo de tierra crujía suavemente bajo sus pies. El aroma de las hierbas que había mezclado se intensificaba a medida que las bolsas se abrían, liberando un aroma a menta y eucalipto que, aunque fresco, resultaba inquietante en su contexto.


Con manos firmes, Ixtchel prendió las bolsas una a una, observando cómo las llamas se avivaban brevemente antes de extinguirse, dejando solo el humo grisáceo que comenzaba a emanar. Mientras el humo se dispersaba, cubriendo el entorno en una neblina espesa, Ixtchel se colocó una mascarilla sobre la cara, asegurándose de que la tela se ajustara perfectamente, impidiendo que las partículas penetraran en sus pulmones. El aire se volvía más pesado a cada momento, y la oscuridad parecía tragarse el lugar.


A medida que el humo se deslizaba hacia el interior de la casa, Ixtchel esperó. La tensión en su cuerpo era palpable, cada músculo se mantenía alerta. El tiempo se alargaba mientras su mente se concentraba en el objetivo: rescatar a su tío, el hombre que había sido un faro de luz en su infancia, ahora atrapado en un abismo del que no podía escapar solo.


Una hora después, el momento había llegado. El humo había penetrado en el interior, y los gritos de sorpresa comenzaron a escucharse. Las sombras se movían con agitación tras las ventanas, y Ixtchel aprovechó la confusión. Se deslizó por la puerta trasera, con pasos sigilosos y controlados. El aire era denso y lo envolvía, pero no dejó que eso la detuviera. Su corazón latía con fuerza, resonando en sus oídos, pero su mente permanecía clara.


Al entrar en la casa, un caos de luces parpadeantes y figuras tambaleantes se presentó ante ella. Los hombres, aturdidos y desorientados, se movían de un lado a otro. Ixtchel se sintió como un fantasma, invisible en medio de la confusión. Su mirada se centró en una figura cabizbaja en el centro de la sala. Era su tío, con el rostro pálido y marcado por la desesperación.


Rápidamente se acercó a él, su corazón se aceleró al verlo. Sus manos temblaban levemente mientras lo sostenía, y se dio cuenta de que su tío estaba inconsciente, pero todavía vivo. Con cuidado, lo levantó, sintiendo el peso de su cuerpo mientras lo guiaba hacia la salida. El humo seguía envolviendo el lugar, creando un ambiente casi surrealista, donde el tiempo y el espacio parecían desvanecerse.


Con su tío en brazos, Ixtchel salió de la casa. El aire fresco de la noche la recibió como un bálsamo, y aunque el peligro aún acechaba, sentía que había dado un paso hacia recuperar su vida.

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