La reina del norte, capitulo 4.

 Ixtchel se hallaba en la oficina del gerente, un ambiente opresivo que olía a tabaco rancio y a la inevitable tristeza del fracaso. El gerente, un hombre con la mirada perdida y el rostro marcado por líneas de preocupación, se sentó frente a ella, ansioso por escuchar la petición de su nueva empleada. Ella, con un aire de confianza que desmentía su juventud, tomó un pequeño frasco de su bolso. Con un gesto calculado, arrojó un polvo verdoso en la mesa, el cual emanaba un aroma a hierbas silvestres y especias. Era otro truco de Don Meny, su mentor, que le había enseñado a usar las plantas para obtener la verdad.


El gerente, al inhalar el polvo, se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron de par en par, y su cuerpo se dejó caer hacia atrás en la silla, como si hubiera sido desconectado de la realidad. Su expresión se tornó vacía, y Ixtchel supo que había logrado lo que deseaba: entrarlo en un trance.


—¿Quién dirige la empresa? —preguntó Ixtchel, su voz firme resonando en el silencio denso de la oficina.


—Samuel Alberdi —respondió el gerente, su voz sonámbula.


—¿Samuel? Mi tío... pero no lo he visto —Ixtchel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La conexión familiar, un hilo invisible que la ataba a un pasado que creía perdido, comenzaba a tomar forma.


—Samuel obedece al cartel —continuó el gerente, su mirada fija en un punto más allá de Ixtchel.


—¿Cuál cartel? —su voz tembló levemente, mientras su mente empezaba a entrelazar piezas de un rompecabezas oscuro.


—Los Jinetes —musitó el gerente, como si pronunciar aquel nombre pudiera atraer la sombra de su significado.


—¿Quién los lidera? —Ixtchel sintió cómo su corazón latía con fuerza, cada vez más rápido.


—El capo Ghostman... nadie sabe quién es, pero maneja el lavado de dinero, el narcotráfico, el tráfico de órganos, prostitución, secuestro, y cuánta chingadera sucia te puedas imaginar —las palabras del gerente cayeron como un peso en el ambiente, impregnando la atmósfera de una tensión palpable.


Ixtchel asimiló la información. La empresa que había heredado no era solo un lugar de trabajo; era una telaraña de corrupción y miedo, un instrumento de un imperio criminal. Entendió que, para recuperar lo que le pertenecía, necesitaba un abogado, alguien que pudiera navegar por las aguas turbias de aquel mundo y ayudarla a desentrañar la red de mentiras que la rodeaba.


Con una determinación renovada, se retiró de la oficina. Cada paso resonaba en el suelo, marcando su camino hacia la salida, mientras su mente se llenaba de imágenes de su infancia, recuerdos de su tío, de un tiempo más sencillo que ahora se desvanecía. El aire frío del pasillo la recibió, un recordatorio de que, aunque el ambiente era sombrío, ella aún tenía el poder de cambiar su destino. Renunciar a la empresa significaba renunciar al miedo, pero también a las cadenas que la ataban a un pasado oscuro. 


Mientras atravesaba la puerta principal, el mundo exterior se extendía ante ella, lleno de posibilidades. La libertad la aguardaba, y aunque el camino sería arduo, estaba decidida a enfrentarse a los fantasmas que había dejado atrás. No permitiría que el legado de su familia fuera arrastrado por la corrupción. Con cada paso que daba, su propósito se hacía más claro: buscar la verdad y recuperar su vida.

El aire en la sala del presidente Gerard Fernan era tenso, cargado con el olor a cuero de los muebles de lujo y el inconfundible aroma de los habanos que, hasta ese momento, habían sido el único vicio permitido en ese espacio austero. Los dedos de Gerard tamborileaban nerviosos sobre el escritorio de caoba, su rostro endurecido por las cicatrices de años en el poder. La luz tenue de las lámparas arrojaba sombras sobre su figura, acentuando los pliegues de su frente mientras observaba a su inesperado visitante: Ghostman, el capo más temido de México, parado frente a él con una calma inquietante.


—Es increíble que oses presentarte —gruñó Gerard, su voz grave, casi como un trueno contenido. Los ojos del presidente, fríos y calculadores, escrutaban cada movimiento del hombre que tenía enfrente.


Ghostman, vestido impecablemente en un traje negro, dejó escapar una leve sonrisa. Sus ojos, ocultos tras unos lentes oscuros, eran un misterio, como su identidad. Su figura alta y esbelta parecía perfectamente a gusto en la opulenta oficina del presidente, como si el lugar le perteneciera.


—Ayer los slime se presentaron aquí. No veo la diferencia —respondió Ghostman con una calma perturbadora, su voz era suave, pero cargada de un peligro latente.


El comentario de Ghostman fue recibido con una mirada de desprecio por parte de Gerard. Los "slime", un grupo empresarial de dudosa reputación, eran conocidos por sus prácticas corruptas, pero nada comparado con lo que representaba el hombre que tenía delante.


—Eres un asesino —espetó Gerard, su tono cargado de repulsión. La palabra retumbó en la sala como una sentencia de muerte.


Ghostman no parpadeó, ni siquiera se molestó en negar la acusación. En cambio, se inclinó ligeramente hacia el presidente.


—Las farmacéuticas han matado más que cualquier narcotraficante —dijo con una suavidad que contrastaba con el contenido de sus palabras. Un escalofrío recorrió la columna de Gerard, pero su rostro permaneció imperturbable.


—Ya estoy revisando prácticas relaciónadas —replicó el presidente, sus palabras sonaron más como una defensa que como una afirmación real.


—¿Y ha resuelto algo? —Ghostman lo acorralaba con preguntas que, a pesar de su aparente inocencia, contenían verdades incómodas.


Gerard respiró hondo, el silencio entre ellos era denso, casi palpable. Sentía la presión acumulándose en sus sienes, y el ritmo de su corazón se aceleraba, aunque no quería mostrar debilidad.


—Eres un criminal —insistió, aunque su voz sonaba menos firme.


Ghostman alzó una ceja, como si la palabra "criminal" le resultara un simple tecnicismo.


—ha tirado basura, usted también lo sería si viviera en Holanda —respondió Ghostman, sin rastro de emoción en su tono. Era un recordatorio de las absurdidades de las leyes, esas que que no siempre resultaban coherentes.


La frustración del presidente se hizo evidente. Su mandíbula se tensó, y sus ojos destellaron con furia.


—¿A qué demonios viniste? —exigió saber Gerard, incapaz de contener su irritación.


Ghostman dio un paso adelante, su sombra proyectándose sobre el escritorio presidencial.


—A proponerle un trato —dijo pausadamente—. Usted deja de perseguirme, y yo le ayudaré a resolver la crisis económica reciente.


Gerard lo miró, sus ojos buscando una salida, una forma de deshacerse de aquel hombre sin caer en sus redes.


—¿Qué me impide ordenar tu captura ahora mismo? —preguntó, su tono más bajo, pero con una amenaza latente.


Ghostman sonrió ligeramente.


—Nada. Pero el cartel tiene una estructura establecida —susurró, como si fuera un simple hecho—. Si soy capturado, pronto comenzará algo muy similar a una guerra civil. Y ni usted ni su gobierno desean eso.


El silencio que siguió fue como un eco distante, llenando la habitación de incertidumbre.

Ghostman se encontraba de nuevo en aquella sala oscura, solo iluminada por la suave luz azulada de la pantalla holográfica frente a él. El aire era frío y denso, cargado con el sonido mecánico de los ventiladores y el leve zumbido de la tecnología avanzada que rodeaba el lugar. Las sombras danzaban en las paredes metálicas, y el eco de sus pasos resonaba en el silencio. Frente a él, la figura de Oráculo, una inteligencia artificial con una presencia casi tangible, aguardaba, lista para el siguiente juego de ajedrez.


—Muestra el número —ordenó Ghostman, su voz profunda y firme.


La pantalla frente a él parpadeó por un instante y luego apareció el número: 60,000 victorias. Un conteo abrumador, pero que no impresionaba a Ghostman. Se sentó en la silla, el frío del metal se filtraba a través de su traje oscuro, pero no le importaba.


Oráculo desplegó el tablero de ajedrez en la pantalla, las piezas relucientes flotaban en el aire como si esperaran su destino. Ghostman tomó el control, sus dedos ágiles movían las piezas con precisión calculada. No había emoción en su rostro, solo concentración absoluta, el mismo enfoque que aplicaba en sus negocios, su vida y, por supuesto, en sus crímenes.


—El discurso de Fernan es bastante cómico —comentó Ghostman con una sonrisa sarcástica mientras derribaba otra pieza de Oráculo—. Habla de justicia, pero todos sabemos que la justicia es una ilusión cuando las grandes industrias evaden impuestos a través de sus abogados.


El sonido metálico del tablero ajustándose a cada movimiento se mezclaba con sus palabras. Ghostman disfrutaba de la contradicción inherente en los sistemas de poder. Movió otra pieza, un alfil que cayó sobre una torre enemiga, sin titubear.


—Fernan también habla de democracia —continuó-. ¿Cómo puedes hablar de democracia cuando los grandes linajes económicos se perpetúan como monarcas? —sus palabras se cargaban de desdén—. No hay diferencia entre los viejos reyes y los actuales dueños de corporaciones. 


Oráculo no respondía, solo jugaba, predecía movimientos, pero Ghostman era más astuto. Había descifrado la lógica detrás de la inteligencia artificial. Sabía cómo vencerla, una y otra vez.


—Es ridículo hablar de lo humanitario —prosiguió mientras hacía un jaque mate con un movimiento brusco, golpeando ligeramente la pantalla—. En este sistema, lo único que importa es el máximo beneficio. Eso es todo. Todo lo demás, Fernan y sus discursos, son cuentos para hacer que la gente duerma tranquila.


Ghostman se inclinó hacia la pantalla, su reflejo oscuro mirándolo de vuelta.


—Para ganar en este crudo sistema, tienes que conocerlo primero. Tienes que entenderlo, y manipularlo —su voz se tornó más grave—. Los pobres no lo hacen. Si lo supieran, habrían quemado a sujetos como yo o a los slime hace mucho tiempo. Ghostman se levantó, el sonido de su silla metálica raspando el suelo fue lo único que rompió el silencio.


—Otro día más, otra victoria —murmuró, y salió de la sala, dejando tras de sí un rastro de poder inquebrantable.

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