La reina del norte, capitulo 3.

 Habían pasado tres años desde que Ixtchel había comenzado su viaje de autoconocimiento junto a Manuel. En su juventud, había aprendido a escuchar no solo las palabras de su maestro, sino también el susurro del viento y el murmullo del río. Ahora, con dieciocho años, se hallaba meditando bajo la sombra de un gran árbol, sus raíces extendiéndose como brazos que abrazaban la tierra. La brisa suave acariciaba su piel, y el sol se filtraba a través de las hojas, proyectando patrones de luz y sombra sobre su rostro sereno.


Ixtchel había asimilado las enseñanzas de Manuel con paciencia y dedicación. En esos momentos de silencio, donde la mente se aquieta, comprendía que lo importante no era la individualidad, sino la unidad con el cosmos. Las palabras de Manuel resonaban en su interior: “Cuando la mente alcanza su equilibrio, libre de necesidades, puede percibir el orden que yace en el mundo.” El eco de esa verdad se hacía más fuerte en cada meditación, mientras se sumía en un estado de conciencia donde el "yo" se desvanecía, convirtiéndose en parte del todo. El caos, entendía ahora, era un reflejo de sus propios temores y ansiedades.


Manuel, con su aura de calma y sabiduría, permanecía junto a ella, inmóvil como el árbol que les daba sombra. Su respiración era un compás que marcaba el ritmo de la naturaleza. Después de un largo periodo en silencio, Manuel dejó su estado de paz, abriendo lentamente los ojos. La serenidad en su mirada hablaba de un entendimiento profundo, como si hubiera descifrado los secretos del universo. Se levantó con gracia, sintiendo cómo la energía del entorno vibraba a su alrededor.


“Ixtchel,” dijo con una voz suave pero firme, “la Naturaleza me llama.” Las palabras parecían fluir como el agua de un arroyo, llenando el espacio con un significado que trascendía lo evidente. 


“¿Para qué es esa llamada?” Ixtchel preguntó, abriendo los ojos, sus manos aún descansando sobre sus piernas, su mente tambaleándose entre la curiosidad y la incertidumbre.


“Quien responde a la llamada de la Naturaleza no siempre sabe adónde lo llevará,” respondió Manuel, su mirada fija en el horizonte donde la tierra se fundía con el cielo. “Nadie sabe en qué se convierte la llama cuando se apaga.” Su voz, serena y profunda, resonaba con un eco de misterio.


Ixtchel sintió un nudo en su estómago. “¿No sabes siquiera a dónde debes ir?” Su corazón latía con la angustia de la separación.


“El vacío no es un lugar, Ixtchel,” contestó Manuel, y su voz tenía un tono casi melancólico. “Es un estado de ser, un espacio donde la transformación ocurre.”


Con cada palabra, el peso de la incertidumbre se hizo más palpable. “¿No volveremos a vernos?” La pregunta salió de sus labios como un susurro, temiendo la respuesta.


“Si hay calor en tu corazón, el calor de la llama perdura,” dijo Manuel, sonriendo con tristeza, como si ya pudiera sentir el eco de su ausencia. Se dio la vuelta, dejando atrás la paz que ambos habían cultivado en esos años. Su figura se desvaneció entre los árboles, mientras Ixtchel lo miraba alejarse, el eco de su sabiduría resonando en su mente, en un mundo donde el caos y el orden cohabitaban en constante danza.

En un oscuro salón de un hotel en un estado de México, la atmósfera era tensa, cargada de un aire denso y cargado de secretos. Las luces tenues iluminaban el rostro del gobernador, revelando un hombre de expresión tensa y nerviosa. Ante él, sentado con una calma desconcertante, estaba Ghostman, un enigmático sujeto con la máscara del charro negro que cubría su rostro, dejando entrever solo sus ojos intensos y desafiantes.


“Me parece increíble que tenga que tener una cita contigo, un narcotraficante”, dijo el gobernador, su voz temblorosa mientras trataba de mantener la compostura. Su mirada oscilaba entre la desconfianza y el temor. La opulencia del lugar contrastaba con la crudeza de la situación que se desarrollaba entre ellos.


“Simplemente son negocios, gobernador”, respondió Ghostman, su voz suave pero firme, como el murmullo de una serpiente antes de atacar. “Y en el mundo de los negocios, todos jugamos con las mismas cartas, aunque no lo admitamos.”


El gobernador se estremeció, sintiendo el peso de las palabras. “Pero esos negocios han arruinado México. La violencia, el secuestro... ¿cómo puedes justificar eso?”


Ghostman levantó una ceja, como si le resultara hilarante la acusación. “¿Qué tan cierto puede ser eso? Cuando las grandes empresas evaden impuestos y el gobierno mira hacia otro lado. Hablar de ética empresarial en un paraíso fiscal encubierto es, francamente, ridículo.”


El gobernador tragó saliva, consciente de que la situación se deslizaba de sus manos. “¿Qué tan difícil sería matarte aquí y ahora?”, preguntó, su voz intentando recuperar la autoridad perdida. Los ecos del silencio hicieron que la pregunta resonara en la habitación.


“Nada difícil”, admitió Ghostman con una sonrisa burlona, dejando entrever la confianza que le otorgaba su situación. “Pero Ya he contratado a un periódico para que revele públicamente toda la evidencia de tu corrupción. Y te aseguro, eso no se detiene con un disparo.”


El gobernador sintió que el aire se le escapaba. La idea de ser expuesto, de perder su poder, lo llevó al borde del pánico. La máscara de Ghostman, fría y distante, parecía absorber cada gramo de su miedo. 


“Mira”, continuó Ghostman, acercándose un poco, su voz casi un susurro. “Lo único que te exijo es que dejes pasar mercancía por algunas rutas importantes. Te doy más dinero que cualquier refresquera, contamino menos el planeta, y seguramente mataré menos gente a largo plazo. Es un trato beneficioso, ¿no crees?”


El gobernador sintió un escalofrío recorrer su espalda. El tono pragmático de Ghostman, desprovisto de emociones, era más aterrador que cualquier amenaza velada. La realidad de su situación se hizo cada vez más evidente; estaba atrapado en una red de intereses que lo superaba. 


Finalmente, con una resignación palpable, el gobernador asintió lentamente, consciente de que su decisión sellaría su destino. En un mundo donde el caos y el orden se entrelazaban de maneras inquietantes, la voz de Ghostman se convirtió en su eco, un recordatorio de que las verdaderas reglas del juego eran más oscuras de lo que se atrevían a admitir. 

En la penumbra de su habitación, Ghostman se acomodaba en una silla de cuero negro, el olor a tabaco impregnando el aire como un eco de su propia desconfianza. Las paredes estaban cubiertas con monitores que parpadeaban en una sinfonía de información: gráficos, cifras y mapas del narcotráfico en todo México. Ante él, una pantalla grande mostraba un número que lo hacía sonreír: 30,000 victorias. Era el resultado de su dominio sobre el narcotráfico, un imperio construido con astucia y sangre.


Con una calma casi ritual, Ghostman dirigió su atención a la mesa de ajedrez que ocupaba el centro de la habitación. La superficie era de un negro profundo, con piezas de madera pulida que brillaban suavemente bajo la luz tenue. A su lado, su inteligencia artificial, a la que había nombrado “Oráculo”, aguardaba pacientemente. Ghostman movió la primera pieza, un peón, y la máquina le respondió con un movimiento preciso, después de algunas rafagas. “El oponente ha dado jaque mate" anunció oráculo.


Ghostman rió suavemente, un sonido que resonó con ironía en el aire denso. “Es curioso, Oráculo. Los políticos mueven sus piezas en un tablero diseñado por el capital. Sirven al mismo amo.” Mientras el juego avanzaba, la tensión crecía. Cada movimiento se sentía como una declaración, un pequeño acto de repulsión contra un sistema que mantenía a tantos en la miseria.


La máquina continuó su ataque, pero Ghostman era implacable. “Los pobres votan una y otra vez por nuevos representantes, como si eso fuera a cambiar algo. Sin darse cuenta se someten a la voluntad de quienes los mantienen en la oscuridad.” Su voz era grave y resonante, cada palabra cargada de una verdad amarga. Se inclinó hacia adelante, su mirada fija en las piezas del tablero, donde el juego se convirtió en un espejo de su propia realidad.


“La única diferencia entre yo y cualquier otro capitalista es la fachada. Mientras que yo muestro mi crueldad abiertamente, el resto la oculta, se cubre con una falsa moralidad. Se ven a sí mismos como salvadores, cuando en realidad son cómplices.” La última frase quedó suspendida en el aire, pesada como el humo que se desprendía de su cigarro, que ardía en el cenicero, formando espirales que se disolvían en la oscuridad.


Oráculo, tras otro movimiento, sufrió otro jaque mate. Ghostman frunció el ceño. “Ah, pero no te equivoques, esto es solo el principio”, musitó, dejando escapar una risa baja y burlona. Cada derrota en el tablero era un recordatorio de que, a pesar de su control, siempre había algo más grande en juego.


“En este juego, los verdaderos perdedores son aquellos que no pueden ver más allá de su pantalla, que se aferran a una ilusión de elección mientras el poder real se concentra en manos oscuras”, reflexionó, mientras contemplaba la siguiente jugada. La habitación, su refugio, se sentía como una prisión de su propia creación, y cada movimiento de las piezas era un paso más hacia un futuro incierto. Pero para Ghostman, el juego apenas comenzaba.

Ixtchel se sentó en la sala de entrevistas, una habitación decorada con tonos neutros que apenas lograban ocultar la frialdad del entorno corporativo. La luz artificial emanaba del techo, creando un resplandor impersonal que le hacía sentir como si estuviera bajo un microscopio. Ella llevaba un traje relativamente modesto, un conjunto negro que abrazaba su figura sin apretarla, y aunque parecía sencillo, le otorgaba una confianza inesperada. La tela suave contra su piel era un recordatorio de su viaje; una conexión con la determinación que había cultivado durante años.


Frente a ella, la entrevistadora, una mujer de cabello rubio platinado y mirada incisiva, hojeaba su currículum con un ceño que delataba su escepticismo. Ixtchel sintió un ligero temblor en su estómago, pero rápidamente se recordó a sí misma que estaba allí para recuperar lo que había perdido, y que sus habilidades, aprendidas bajo la tutela de Manuel, serían su ventaja.


Mientras la entrevistadora le hacía preguntas, Ixtchel se permitió un instante para reflexionar. Su mente recordó las enseñanzas de su maestro sobre la importancia de la intención y la calma. En su bolso, escondía una serie de hierbas especiales, aquellas que Manuel le había enseñado a usar. Sabía que eran poderosas y que su aroma podía influir en el estado de ánimo de quienes las olfatearan. Con un movimiento sutil, sacó una de las hierbas: un pequeño trozo de albahaca morada, con un aroma fresco y dulce que la llenó de serenidad.


“Esto es solo un aromatizante”, había dicho Manuel, “pero recuerda, Ixtchel, lo que realmente importa es la intención detrás de su uso.” Sin pensarlo dos veces, colocó la hierba en el bolsillo de su camisa, permitiendo que su esencia se mezclara con su propia energía.


A medida que la entrevista avanzaba, algo cambió en el ambiente. Ixtchel percibió cómo la rigidez de la entrevistadora comenzaba a desvanecerse, como si el aire se hubiera vuelto más ligero. “Cuéntame sobre tu experiencia trabajando en proyectos comunitarios”, le preguntó la mujer, su voz ahora más suave.


Ixtchel aprovechó el momento. Habló con pasión sobre sus esfuerzos por ayudar a su comunidad, sobre las lecciones que había aprendido sobre unidad y cooperación. Sus palabras parecían fluir con más facilidad, y cada frase resonaba con la sinceridad de quien ha vivido en carne propia el dolor y la esperanza de un cambio.


La entrevistadora, que antes mostraba una expresión de desaprobación, ahora la miraba con una mezcla de curiosidad y aprecio. La albahaca, con su aroma envolvente, había hecho su trabajo. La atmósfera se cargó de posibilidades y, poco a poco, Ixtchel se sintió más segura. 


Finalmente, la mujer cerró su cuaderno y sonrió. “Creo que podríamos encontrar un lugar para ti aquí”, anunció, su tono lleno de aceptación. Ixtchel sintió que un peso se levantaba de sus hombros, y una sonrisa genuina iluminó su rostro. 


Al salir de la oficina, una oleada de alivio la envolvió. Había dado un paso crucial para recuperar su lugar en la empresa de sus padres, pero más importante aún, había comenzado a construir su propio camino, con la sabiduría de Manuel siempre guiándola.

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