La reina del norte, capitulo 2.

 El día estaba nublado, pero el calor del mediodía se sentía sofocante, y las cigarras cantaban su monótono coro mientras el viento traía el aroma de la tierra húmeda y el maíz recién cocido. Sentados bajo el tejado de una vieja palapa, Ixtchel y Manuel compartían una comida sencilla. El sabor ahumado de los frijoles y la textura crujiente de las tortillas caseras parecían suavizar el ambiente tenso que había entre ellos desde el accidente.


Ixtchel miraba a Manuel, al que llamaba con cariño “Don Meny”, mientras él masticaba en silencio. Finalmente, se decidió a preguntar lo que había estado rondando su mente desde hacía días.


—Don Meny... ¿Por qué estabas ahí cuando ocurrió el accidente?


Manuel la miró por un momento, dejando caer la tortilla que sostenía y limpiándose las manos en su camisa ajada.


—Te sentí —dijo con calma.


Ixtchel arqueó una ceja, confundida, pero curiosa.


—¿Sentirme? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con una ligera risa en la voz, pero no una risa de burla, sino más bien de incredulidad.


Manuel se acomodó en la silla, cruzando los brazos con una expresión grave. Su rostro, tallado por los años y el sol, parecía más serio de lo habitual.


—Soy chamán —dijo, sin rodeos.


Ixtchel no pudo evitar soltar una carcajada, pero su risa se fue apagando al ver que Manuel no se unía a ella. Su mirada era fija, penetrante, como si esperara algo. El eco de la risa de Ixtchel murió en el aire, y se quedó observándolo en silencio, tratando de leer lo que escondía detrás de esos ojos oscuros y profundos.


—Esos son solo mitos... leyendas de los abuelos —dijo Ixtchel, tratando de mantener su tono incrédulo, aunque algo en su pecho comenzaba a agitarse.


Manuel no dijo nada más. Simplemente alzó una mano, tosca y curtida, y señaló la de ella.


—Muéstrame tu mano.


Ixtchel, con una mezcla de escepticismo y curiosidad, extendió su mano derecha hacia él. Manuel la tomó con una firmeza inesperada y cerró los ojos. En ese momento, un escalofrío recorrió el cuerpo de Ixtchel. El aire alrededor de ellos parecía vibrar, y el suave murmullo de las cigarras se desvaneció como si el mundo entero se hubiera contenido la respiración.


De repente, ante sus ojos, una proyección del pasado cobró vida. Vio la explosión. El fuego. Sintió nuevamente el calor abrasador en su piel, el rugido ensordecedor y la sensación de ser lanzada al vacío. Pero esta vez no estaba sola en esa memoria. Era como si la presencia de Manuel estuviera con ella, observando desde la distancia, acompañándola en el dolor.


Cuando la visión terminó, Ixtchel jadeó y retiró su mano bruscamente, mirando a Manuel con los ojos muy abiertos.


—Eso... eso es imposible —murmuró, tratando de comprender lo que acababa de experimentar.


Manuel abrió los ojos lentamente, soltándola con suavidad.


—La Naturaleza me habló —dijo—. Me dijo que debía cuidarte... y que debía asumirte como mi discípula.


Ixtchel temblaba, no por miedo, sino por la revelación de un mundo que hasta ese momento había creído imposible.

La habitación estaba en penumbras, solo iluminada por el resplandor frío y azul de una enorme pantalla que dominaba la pared frente a Ghostman. El aire estaba cargado con el olor metálico de los cables y los servidores, un zumbido constante resonaba en el fondo, el latido mecánico de una inteligencia artificial que lo asistía en su ascenso al poder. Ghostman, el líder del reciente cartel en ascenso, aquel que había asesinado a los padres de ixtchel, se recostaba en su sillón de cuero negro. Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del sillón mientras esperaba la respuesta.


—Da el número —ordenó con una voz baja, pero firme, carente de emoción, como si cada palabra fuera una sentencia.


La pantalla titiló un segundo, y la inteligencia artificial respondió con una precisión desalmada.


—5237.


Ghostman esbozó una sonrisa apenas perceptible, sus ojos seguían fijos en los números. Eran sus victorias. Cinco mil doscientas treinta y siete batallas ganadas bajo su puño de hierro, y eso en solo unos meses. Su dominio sobre el estado se había expandido como una sombra voraz, imparable.


Se levantó lentamente, dejando que el eco de sus botas resonara en la sala vacía. Se acercó a la pantalla, observando su propio reflejo en el vidrio, distorsionado por los números que lo definían.


—"Conocimiento es poder" —recitó en voz baja, como si saboreara cada palabra—. No es la fuerza bruta, no son las balas, aunque ciertamente tienen su lugar. La verdadera victoria viene de aquí —se tocó la sien con dos dedos—, de la mente.


Caminó alrededor de la sala, sus pasos reverberaban en el piso de mármol, interrumpidos solo por el susurro de los servidores. Los números en la pantalla lo seguían como un recordatorio constante de lo que había logrado.


—La violencia es inevitable —continuó, hablando en voz alta, como si estuviera dirigiéndose a una audiencia invisible—. Es parte inherente de una sociedad que pone el lucro por encima de todo. Donde las personas son cifras.


Hizo una pausa, su mirada se endureció.


—Pero en este sistema... lleno de depredadores... no es el más fuerte quien sobrevive. Es el más inteligente. —Su voz se volvió más firme, más tajante—. Los depredadores más astutos se visten como presas, se esconden en las sombras, temerosos de aquellos que parecen más grandes, más peligrosos.


Volvió a mirar su reflejo en la pantalla, su rostro implacable, como una máscara de mármol.


—Pero yo... yo los conozco. Sé quiénes son. Y quien conoce... conquista.


Las palabras flotaron en el aire por un momento, pesadas como el acero. Ghostman se acercó de nuevo a la pantalla, sus dedos rozaron los números que representaban su éxito, pero también sus enemigos caídos.


—Soy igual que ellos... —murmuró—. Igual que todos mis enemigos. Tan despiadado, tan hambriento. Pero la diferencia, la única diferencia... es que yo soy más inteligente.


La sala se quedó en silencio. El zumbido de la inteligencia artificial continuaba, imperturbable, mientras Ghostman contemplaba su próximo movimiento, saboreando la victoria antes de que siquiera llegara.

El arroyo corría suavemente, sus aguas cristalinas reflejaban la luz filtrada por las copas de los árboles. Los sonidos del bosque envolvían a Don Meny y a Ixtchel mientras caminaban despacio, sus pies hundiéndose ligeramente en la tierra húmeda, suave bajo sus pasos. El aire olía a tierra mojada, a hojas frescas y musgo. Cada tanto, una ráfaga de viento agitaba las ramas, haciendo crujir los árboles como si la selva misma respirara junto a ellos.


—Dime, niña —dijo Manuel, o Don Meny, como ella lo llamaba—, ¿quién es el rey de la selva?


Ixtchel, intrigada por la pregunta, pensó por un momento y luego respondió con la obviedad que todos aprendían desde pequeños.


—El león —dijo, segura de su respuesta.


Don Meny se detuvo un momento. El agua del arroyo seguía su curso, los insectos zumbaban alrededor y el canto de las aves llenaba el aire. Con una sonrisa apenas perceptible, el anciano negó suavemente con la cabeza.


—Las selvas no tienen reyes —dijo, con una voz tranquila pero cargada de sabiduría—. No hay tronos, no hay coronas. Aquí nadie gobierna, niña. Los animales no son gobernantes; son parte del todo. No existen jerarquías en la naturaleza, solo la vida que sigue su curso.


Ixtchel frunció el ceño, mirando a su maestro con una mezcla de desconcierto y curiosidad. Las palabras de Don Meny parecían desafiar todo lo que había aprendido hasta ahora.


—¿Entonces en base a qué actúan? —preguntó, su voz reflejando la duda.


El chamán se inclinó y tomó una pequeña piedra del arroyo, sintiendo su superficie fría y resbaladiza entre sus dedos antes de lanzarla suavemente al agua. La piedra desapareció bajo la corriente, creando ondas que se extendían en todas direcciones. El sonido de la piedra al caer en el agua fue un leve "chap" que se mezcló con el murmullo del arroyo.


—Actúan como parte del ciclo —dijo finalmente—. Cuando un animal caza, cuando uno es devorado por otro, no es el fin de nada. Es solo una transición. La esencia de aquel que es cazado no desaparece; se perpetúa en el que se alimenta de él. La muerte no existe de la manera que creemos. Solo hay ciclos, ciclos de cambio.


Ixtchel lo observaba, procesando cada palabra. Los insectos seguían su vuelo entre ellos, y una ligera brisa hizo caer una hoja desde lo alto, posándose suavemente sobre la superficie del agua antes de ser arrastrada por la corriente. Era como si todo a su alrededor estuviera en constante movimiento, en constante transformación, tal como él decía.


—Entonces, ¿los depredadores no existen realmente? —preguntó ella, en un susurro casi.


Manuel la miró de reojo, sus ojos brillando con una sabiduría que parecía tan antigua como la propia selva.


—No en el sentido en que tú los entiendes. Solo existen los ciclos. El hombre, al alejarse de la naturaleza, perdió la conciencia de este equilibrio. Olvidó que somos parte de algo más grande, y en esa desconexión, los chamanes... desaparecieron. Solo quedo yo —hizo una pausa, su mirada se suavizó—, y pronto tú también, si lo deseas.


El susurro del arroyo y el susurro de la selva parecían confirmar sus palabras, mientras la sensación de lo eterno y lo cíclico envolvía a Ixtchel en esa primera lección.

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