La reina del norte, capitulo 1.

 Ixtchel era una joven adinerada de quince años, cuyas risas llenaban el aire fresco de Catemaco, un lugar donde la naturaleza se abrazaba con el lujo de su vida. El sol brillaba intensamente, iluminando su rostro mientras jugaba con su cabello, sintiendo la brisa suave que acariciaba su piel. En la camioneta de lujo, sus padres conducían con una calma que la hacía sentirse segura y protegida. La música suave del interior, mezclada con el sonido de las hojas al mecerse, creaba un ambiente casi mágico.


De repente, algo cambió. Ixtchel sintió una corriente fría atravesar su cuerpo, como si la naturaleza misma se hubiera detenido. Desde la ventana, vio una camioneta oscura acercarse rápidamente, su sombra proyectándose sobre ellos como un presagio ominoso. La tensión en el aire se hizo palpable, y un escalofrío le recorrió la espalda. Sus padres intercambiaron miradas, una inquietud creciente reflejada en sus ojos. 


El siguiente instante fue un estallido ensordecedor que resonó en sus oídos, una explosión que pareció desgarrar la realidad. La camioneta de lujo se sacudió violentamente, el sonido de metal retorciéndose y cristales rompiéndose llenando el espacio, mientras el mundo se convertía en una confusión de luces brillantes y gritos ahogados. Ixtchel sintió el peso del aire, el estruendo de la explosión reverberando en su pecho, como si su corazón intentara escapar de su cuerpo.


La camioneta se volcó en un giro brusco, el mundo exterior girando de forma caótica. Ixtchel fue lanzada hacia el lado opuesto, su cuerpo golpeando con fuerza contra el asiento, y luego, en un instante que pareció eterno, salió disparada por la ventana. El aire se llenó de un polvo oscuro, y una lluvia de fragmentos de vidrio brilló como estrellas caídas a su alrededor. Cuando finalmente tocó el suelo, sintió una sensación de deslizamiento y caída; se hundió en un espeso lodo que la abrazó, envolviéndola en su frialdad.


Todo se volvió silencio, solo el latido rápido de su corazón resonaba en su cabeza. La confusión llenó su mente mientras luchaba por comprender lo que acababa de suceder. El lodo frío le empapaba la ropa, y el olor a tierra húmeda la envolvía, mezclándose con el humo de la explosión y el hierro metálico de la sangre que comenzaba a llenar su boca. 

Ixtchel despertó con un leve dolor de cabeza, la sensación de confusión envolviéndola como un velo. Al abrir los ojos, se encontró en una habitación modesta, cuyas paredes de madera tenían un tono cálido y desgastado, impregnadas con el aroma a tierra y hojas secas. La luz del sol se filtraba a través de una pequeña ventana, proyectando un patrón de sombras danzantes sobre el suelo de paja. El sonido suave del agua corriendo, como un murmullo distante, la hizo sentir que estaba cerca de algún arroyo.


Al intentar levantarse, un ligero mareo la detuvo. Se dio cuenta de que estaba acostada en una cama hecha de troncos y hojas, un lecho primitivo pero acogedor. Los recuerdos de la explosión la inundaron de golpe, pero la calidez del lugar y el olor fresco de la naturaleza la tranquilizaron, al menos por el momento.


De repente, la puerta de la habitación se abrió con un chirrido suave. Un anciano apareció en el umbral, su figura encorvada y su piel surcada por el tiempo. Llevaba un taparrabos de tela sencilla, y su largo cabello canoso caía desordenado sobre sus hombros. Sin pronunciar una sola palabra, el anciano entró, sosteniendo un cuenco de barro humeante que dejó sobre un pequeño mesón a su lado. La comida emanaba un aroma cálido y reconfortante, una mezcla de hierbas frescas y algo que recordaba a granos recién cocidos.


Ixtchel lo miró, agradecida pero aún demasiado aturdida para articular cualquier palabra. El anciano la observó un instante, sus ojos profundos y sabios parecían leer su alma. Luego, sin otra señal, se dio la vuelta y salió, cerrando la puerta suavemente tras de sí. 


Su corazón latía con fuerza mientras Ixtchel se inclinaba hacia adelante, sintiendo el frescor del aire en su rostro. Tomó el cuenco entre sus manos, y al acercarlo a su nariz, el olor penetrante de las hierbas la envolvió, evocando imágenes de un hogar que ya no existía. Con un movimiento temeroso, llevó la comida a sus labios. El primer bocado fue un descubrimiento: la mezcla de sabores era exquisita, la suavidad de los granos combinada con la frescura de las hierbas, que estallaban en su boca como una sinfonía de sensaciones.


Mientras comía, se permitió cerrar los ojos y concentrarse en los sonidos a su alrededor. El agua corría en un gorgoteo constante, acompañada por el canto de aves en la distancia, creando un himno de vida que la envolvía. El aire olía a humedad, tierra y algo más, una fragancia dulce que parecía abrazarla, como si la naturaleza misma le diera la bienvenida. 

Unas horas después de que Ixtchel despertara, la luz del sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo con matices anaranjados y púrpuras que se reflejaban en las hojas de los árboles. Ella se encontraba sentada a una mesa rústica, hecha de troncos y cubierta con un tapiz de hierbas secas. La habitación, ahora más iluminada por la cálida luz del atardecer, se sentía acogedora, pero la inquietud seguía en su corazón. 


El anciano entró nuevamente, su andar pausado y sereno. Ixtchel lo observó, sintiendo una mezcla de gratitud y curiosidad. Sin pensarlo dos veces, se armó de valor y le preguntó: “¿Cuál es su nombre?”. 


“Manuel,” respondió él, su voz profunda resonando con una calma que la tranquilizaba. Ixtchel notó la suavidad en sus ojos, como si cada arruga en su rostro contara una historia de sabiduría y experiencia. 


“¿Por qué vive aquí, en este lugar tan apartado?” preguntó Ixtchel, sintiendo la necesidad de entender al hombre que la había salvado. 


“Vivo aquí porque la naturaleza me ha enseñado a escuchar,” dijo Manuel, sus palabras fluyendo con una cadencia serena. “Este lugar me permite encontrar la paz y conocer las verdades del mundo. Pero más importante aún, quiero saber por qué una niña como tú se encuentra aquí.”


La atmósfera se tornó más densa mientras Ixtchel tragaba saliva, el miedo y la tristeza amenazando con desbordarse. Se quedó en silencio un momento, el eco de la explosión resonando en su mente. Finalmente, con un hilo de voz, comenzó a relatar su historia. “La camioneta… explotó,” sus palabras fueron un susurro casi inaudible. “Mi familia había estado sufriendo problemas con un cartel llamado ‘Los jinetes’. Nos habían amenazado durante meses.”


El anciano la escuchaba con atención, su mirada fija en Ixtchel, como si estuviera absorbiendo cada palabra. Ixtchel continuó, sintiendo que el peso de su historia comenzaba a liberarse. “Mis padres siempre rechazaron cualquier trato. Decían que no era correcto negociar con el crimen. Pero ellos no entendían que, al negarse, pusieron nuestras vidas en peligro.”


Mientras hablaba, Ixtchel sintió que la angustia se convertía en determinación. La memoria de su hogar y de sus padres se entrelazaba con el miedo que la acechaba. “Ahora,” prosiguió, “si vuelvo, sé que moriré. Ellos no perdonan.” Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo, no quería que la tristeza la dominara.


Manuel la miró con compasión, su rostro arrugado mostrando una mezcla de empatía y comprensión. “Lo que has vivido es terrible, niña,” dijo con voz suave. “El miedo puede ser abrumador, pero aquí estás lejos de su poder".


Ixtchel respiró hondo, sintiendo cómo la esperanza comenzaba a asomarse entre la bruma de su desesperación. La calidez de la luz del atardecer, el murmullo del arroyo y la presencia del anciano la envolvían en una especie de refugio, un lugar donde, por primera vez desde la tragedia, podía imaginar un futuro diferente. Su corazón latía con fuerza, no solo por el miedo, sino por la posibilidad de luchar, de encontrar su propio destino.

En una oscura y fría instalación del cartel, un sujeto de aspecto imponente se encontraba en una sala iluminada solo por la tenue luz de una lámpara colgante. La penumbra le daba un aire de misterio y peligro. Vestía una máscara negra, la máscara del Charro Negro, que ocultaba su rostro, pero no podía disimular la madurez de sus movimientos. Era llamado "el capo Ghostman", Su cuerpo se inclinaba hacia una computadora, donde jugaba ajedrez una y otra vez, venciendo sin esfuerzo cada partida contra la máquina. El sonido monótono de las piezas moviéndose en la pantalla era lo único que rompía el silencio.


Con una mano firme, movía una pieza más, coronando su victoria. La pantalla mostró el mensaje de derrota para la inteligencia artificial, pero él apenas le prestó atención. En su mente, ya había ganado mucho más que un simple juego de ajedrez. Se echó hacia atrás en la silla de cuero, que crujió bajo su peso, y una risa ronca brotó de sus labios. 


"Esos idiotas..." murmuró, con voz profunda, apenas audible en la sala vacía. "Se creían muy honrados, ¿no es así?" añadió, refiriéndose a los padres de Ixtchel. Su tono estaba impregnado de sarcasmo, como si le causarán repulsión.


El sonido de su respiración, pesada tras la máscara, llenaba el aire mientras se levantaba de la silla y comenzaba a caminar por la habitación, sus botas resonando contra el suelo de concreto. "Ellos," continuó, señalando con desprecio hacia el vacío, "apoyaban un sistema... Ese sistema hipócritas del que inevitablemente surge la muerte de inocentes y sujetos como yo".


Se detuvo frente a una ventana que daba a un paisaje sombrío, enmarcado por las sombras de edificios grises y vacíos. Las luces de la ciudad, a lo lejos, brillaban como una constelación artificial, una maquinaria en la que él mismo jugaba un papel crucial. "¿Qué diferencia hay entre ellos y yo?" dijo, su voz cargada de cinismo. "Los cárteles... las empresas... todo es lo mismo."


Su mano enguantada rozó el cristal mientras hablaba, como si la dureza del vidrio fuera un reflejo de la crudeza de su propio mundo. "La única diferencia," dijo, ahora en un tono más bajo y reflexivo, "es que yo no intento ocultar el dolor que produzco. No pretendo ser mejor. No me escondo detrás de ilusiones." Su risa volvió a resonar, áspera y burlona.


"Ellos usaban la vida de sus trabajadores para ganar dinero, y yo hago lo mismo," continuó, girándose hacia el tablero de ajedrez en la pantalla. "La única diferencia es que yo soy honesto sobre ello. Yo uso la vida como mi fuente de ingreso y lo admito."


Se acercó de nuevo al tablero digital, moviendo una pieza con precisión, como si cada acción estuviera cuidadosamente calculada. "En esta sociedad," dijo, su voz cargada de una gélida certeza, "gana el mejor estratega."


Su risa, ahora más cruel y autoritaria, llenó la sala. "Y ellos... ellos ya están muertos." Se detuvo un momento, observando las piezas del tablero, y sonrió detrás de la máscara del Charro Negro.


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