Chicho el rata, capitulo 5.

 Los robos de Chicho se habían disparado en los últimos meses, y no pasó mucho tiempo antes de que la policía comenzara a hacer conexiones entre los atracos en los barrios ricos y su camión de comida. Había sido cuidadoso, pero en la última operación algo cambió. Sentía que lo seguían, una presencia invisible que hacía eco en su mente. Mientras conducía su destartalado camión por las calles oscuras y desiertas, cada sombra parecía alargarse demasiado, cada farola parpadeante lanzaba destellos sospechosos.


El motor del vehículo rugía suavemente bajo sus manos mientras intentaba mantener la calma, pero la sensación era implacable. Miraba con disimulo por el espejo retrovisor, esperando ver algún auto sospechoso detrás de él. Su corazón martilleaba, y el sudor perlaba su frente. El sabor metálico de la adrenalina se mezclaba con el amargo residuo del cigarro que había fumado hace horas. Sabía que seguir robando en los mismos vecindarios lo pondría en un peligro mayor, así que decidió cambiar de objetivo. Su siguiente golpe sería diferente, algo más arriesgado: robaría un banco.


Era casi medianoche cuando localizó el objetivo. Un camión blindado estaba estacionado en un almacén al final de una calle industrial. La zona estaba desierta, salvo por el constante zumbido de maquinaria lejana que perforaba la quietud de la noche. El aire olía a metal y aceite, una mezcla densa que se filtraba por sus pulmones mientras observaba a los guardias desde la distancia. Dos hombres, de pie junto al camión, conversaban con una pereza que indicaba confianza en la seguridad del lugar.


Chicho se acercó con sigilo, su cuerpo pegado a las sombras, moviéndose con la fluidez de un depredador. Los ladridos lejanos de un perro resonaban en sus oídos, haciéndole apretar los dientes. 

Aprovechando un descuido, cuando uno de los guardias se dirigió al baño, Chicho hizo su movimiento. Con un golpe seco y preciso, noqueó al guardia que quedaba. El sonido del cuerpo desplomándose fue amortiguado por la tierra suelta, y el eco del golpe se desvaneció en la oscuridad. Rápidamente se dirigió al camión, sus manos temblando con la mezcla de emoción y nerviosismo. El olor a pólvora y metal oxidado le llegó a través de la puerta entreabierta. No podía perder tiempo. 


Forzó la puerta del conductor y subió al asiento, donde las teclas colgaban del contacto como una invitación abierta. El rugido del motor resonó en sus oídos, envolviéndolo con una sensación de poder que le recorrió la columna. Aceleró, dejando atrás el almacén con los faros del camión iluminando el camino. Mientras conducía a toda velocidad por la autopista vacía, el peso del peligro colgaba sobre él como una sombra. El sabor a riesgo era agrio en su lengua, pero Chicho no podía dejar de sonreír. 

Días después del robo del camión de armas, Chicho estaba listo para dar su golpe más audaz. Sabía que las cosas se estaban poniendo tensas, que la policía andaba tras su pista, pero no podía echarse atrás ahora. Su plan estaba cuidadosamente orquestado, cada detalle medido al milímetro. El banco, una pequeña sucursal en un barrio acomodado, era el lugar perfecto. A plena luz del día, con el bullicio de la ciudad como telón de fondo, la gente iba y venía sin imaginar lo que estaba a punto de suceder.


Chicho entró al banco vestido de civil, con un gorro gris y gafas oscuras que le cubrían gran parte del rostro. El aire dentro del banco estaba cargado de una mezcla de humedad y el suave aroma del papel moneda. Las manos de Chicho, frías y ligeramente sudorosas, temblaban mientras se dirigía a las ventanillas. Respiraba lentamente, controlando los latidos acelerados de su corazón. Un guardia de seguridad lo miró de reojo, pero no le prestó demasiada atención. Era uno más entre la multitud.


Cuando fue su turno en la fila, Chicho deslizó una nota escrita a mano bajo el vidrio de la ventanilla. La cajera, una mujer de mediana edad, la leyó y su rostro palideció de inmediato. El mensaje era claro: "Haz lo que te digo, o disparo". Chicho sintió la tensión en el aire aumentar mientras ella, temblorosa, comenzó a llenar la bolsa que le había entregado con fajos de billetes. Cada pliegue de los billetes nuevos emitía un suave crujido que resonaba como un eco en la mente de Chicho. Sus ojos observaban cada movimiento a su alrededor, buscando cualquier señal de alarma. El silencio tenso solo era roto por el tintineo lejano de teléfonos y el tecleo de teclados.


Cuando la bolsa estuvo llena, Chicho la agarró con fuerza y salió del banco con la calma de un fantasma. Afuera, el sol abrasaba las calles, y el calor pegajoso del mediodía envolvía su piel. El bullicio de la ciudad siguió como si nada, los autos rugían por la avenida y la gente continuaba con sus vidas sin saber que acababan de presenciar un robo perfecto. Subió a su vehículo y se alejó, sintiendo una mezcla de alivio y excitación en su pecho.


Durante los días siguientes, la comida entregada a los migrantes que vivían en los campamentos al borde de la ciudad aumentó significativamente. Camiones llenos de provisiones y víveres, donaciones anónimas que nadie sabía de dónde venían, llegaban cada mañana. El hambre que había atormentado a tantas familias comenzó a aliviarse. Los niños comían frutas frescas, los adultos recibían alimentos nutritivos y las sonrisas empezaban a florecer en los rostros cansados de aquellos que, hasta entonces, no habían visto esperanza.


Pero mientras la ciudad comenzaba a murmurar sobre el misterioso benefactor, la policía tenía sus propios planes. Habían estado siguiendo los pasos de Chicho desde hacía tiempo. habían diseñado una trampa perfecta. Cada uno de los movimientos de Chicho, cada donación, cada robo, lo acercaba más a un final inevitable.  la "justicia" no tardaría en alcanzarlo. Y cuando lo hiciera, no habría escapatoria.

Chicho había decidido que su segundo golpe sería igual de preciso que el primero. El banco elegido estaba en un área más discreta, menos resguardado y con pocos clientes. Sabía que tenía que moverse rápido, pero confiaba en su experiencia reciente. Entró en el banco con un disfraz simple pero efectivo: un pasamontañas oscuro cubría su rostro, y llevaba un abrigo largo que ocultaba cualquier extraña parte de su cuerpo. El olor del aire acondicionado mezclado con el aroma metálico de las monedas y el susurro suave de las conversaciones cotidianas lo rodeaban. Las luces brillantes del lugar contrastaban con la opresión que sentía en su pecho.


Chicho actuó rápido. Sacó un arma, suficiente para matar, y se acercó a una cajera joven que estaba distraída. Sus palabras fueron breves, cortantes, cargadas de tensión. "Llena la bolsa, no hagas ruido". La cajera, pálida como una hoja de papel, comenzó a meter fajos de billetes sin dudar, sus manos temblando levemente. Chicho observaba todo con agudeza, notando cada detalle a su alrededor. Los clientes, al notar lo que ocurría, se encogieron en sus lugares, el silencio se hizo palpable.


Pero algo no estaba bien. Un ligero zumbido se apoderó de su mente. ¿Vigilancia? ¿Alguien lo había visto llegar? Antes de que pudiera reaccionar, el sonido estridente de sirenas rompió el aire, rasgando la tranquilidad del lugar. Afuera, los destellos rojos y azules de las patrullas comenzaron a llenar las ventanas del banco. El corazón de Chicho se aceleró. Sentía cómo el sudor frío recorría su frente bajo el pasamontañas. 


Intentó salir por la puerta trasera, pero fue en vano. Al girar la esquina, lo que vio fue una línea de policías, armados con dispositivos no letales, bloqueando cada posible ruta de escape. Sus pasos resonaban con desesperación en la acera caliente cuando, de repente, escuchó un chasquido metálico. Una red de acero se lanzó sobre él desde uno de los vehículos cercanos. El material grueso y entrelazado lo envolvió con fuerza, tirándolo al suelo de golpe. Chicho luchaba, sus brazos y piernas forcejeaban inútilmente contra la malla fría que lo apretaba, restringiendo su movimiento. Podía oír el crujido del acero mientras la red se tensaba más y más.


Un grupo de policías se abalanzó sobre él, y en cuestión de segundos lo habían inmovilizado, levantándolo del suelo y llevándolo hacia una camioneta policial. Su respiración era rápida, agitada, mientras el sabor amargo de la derrota se instalaba en su boca. El aroma a neumático caliente y a gasolina se mezclaba con el sudor en su piel mientras lo subían al vehículo. Dentro, el ambiente era sofocante, y los grilletes metálicos que le pusieron en las muñecas emitieron un suave clic que resonó en su cabeza como un martillo.


Cuando finalmente le quitaron la máscara, los policías retrocedieron. Su rostro era una visión espantosa. Los rasgos ratoniles de Chicho, con su nariz alargada y ojos pequeños, brillaban bajo la luz fría de la camioneta. Una abominación, pensaron. Era como si algo inhumano hubiera estado escondido detrás de aquella máscara todo este tiempo, su apariencia confirmaba las leyendas oscuras que algunos ya murmuraban en la ciudad.

La noticia del arresto de Chicho se esparció como un incendio voraz por toda la ciudad. En cuestión de horas, no había esquina donde no se hablara del ladrón que había caído en manos de la policía. Algunos lo llamaban un criminal, un peligro público; pero otros, especialmente en las zonas más marginadas, lo consideraban un héroe. En el frío y sombrío interior de la comisaría, el ambiente era asfixiante. El eco de las voces de los policías resonaba en los pasillos, mezclado con el zumbido de las luces fluorescentes que parpadeaban intermitentemente.


Chicho había sido encerrado en una jaula, no en una celda común, como si su aspecto inhumano demandara un trato aún más degradante. La jaula era pequeña, oxidada, y olía a moho y a metal viejo. El frío del suelo de concreto le calaba los huesos mientras se acurrucaba en una esquina, intentando protegerse del aire helado que entraba por una rendija cercana. El único sonido que llenaba el espacio era el goteo constante de una tubería rota y los pasos pesados de los guardias, que se acercaban a intervalos regulares.


Las torturas no tardaron en comenzar. La policía, con una precisión casi mecánica, aplicaba métodos que parecían sacados de una época oscura. Chicho era sometido a descargas eléctricas intermitentes que recorrían su cuerpo con espasmos. Los alicates que apretaban sus dedos con crueldad. 

Mientras tanto, en un campamento improvisado en las afueras de la ciudad, un grupo de migrantes, antiguos criminales y marginados por la ley, se reunía en torno a una fogata. El calor de las llamas iluminaba sus rostros curtidos por la vida en la calle y el destierro. Algunos de ellos conocían a Chicho, o al menos, conocían su leyenda. Para ellos, Chicho era más que un ladrón; era un símbolo de resistencia. Sus robos no eran simples actos de criminalidad, sino gestos de desafío contra un sistema que los había dejado en la miseria.


Las conversaciones en torno a la fogata crecían en intensidad. El aroma a tierra húmeda y a madera quemada llenaba el aire mientras las voces se alzaban con determinación. "No podemos permitir que lo encierren así", dijo uno de los hombres, un tipo corpulento con cicatrices en el rostro que hablaba con la gravedad de alguien que había visto demasiadas batallas. "Es hora de volver a las andadas". Las palabras provocaron asentimientos silenciosos entre los demás. La brisa nocturna traía consigo un eco de decisión, mientras el grupo se preparaba. Estaban dispuestos a todo. Chicho no iba a caer sin que hubiera un esfuerzo por salvarlo, sin que hubiera una señal de que los olvidados aún podían luchar.


La noche se volvía cada vez más oscura, y en ese silencio profundo, se forjaba un plan.

El sonido del metal rechinando llenaba la pequeña sala donde Chicho estaba sometido a una máquina de estiramiento. Las cadenas que lo sujetaban tiraban de sus extremidades con un ritmo mecánico, buscando romper su cuerpo. Pero a Chicho no parecía afectarle en absoluto. Su condición biológica, aquella que lo hacía diferente, le permitía soportar sin esfuerzo lo que hubiera sido una tortura insoportable para cualquier otro. Aun así, no dejaba de jugar con la situación.


—No me estiren, no soy presupuesto —murmuró con una sonrisa irónica, sus ojos brillando con una mezcla de humor y desafío.


Los policías presentes lo miraron confundidos, incapaces de comprender el chiste. La máquina siguió su trabajo, gimiendo mientras intentaba inútilmente arrancar dolor de su cuerpo. Chicho, en lugar de mostrar sufrimiento, seguía con sus bromas, susurrando palabras entrecortadas mientras las cadenas se tensaban. La sala estaba impregnada de un olor a óxido y sudor, y las paredes grises de concreto absorbían cada sonido, haciendo que todo resonara con una extraña vibración.


De repente, un estruendo sacudió la comisaría. El suelo tembló bajo los pies de los oficiales, y el sonido de disparos y explosiones llenó el aire. Afuera, un convoy de baja calidad se había abierto paso. Los vehículos destartalados, llenos de hombres y armados con una variedad de armas improvisadas, desde pistolas hasta rifles oxidados, rodeaban el edificio. Eran migrantes, aquellos que habían decidido que no podían permitir que su héroe fuera destruido.


El ataque fue caótico, desorganizado, pero feroz. Los guardias de la comisaría se apresuraron a responder, pero la confusión reinaba. Las luces parpadeaban, las alarmas sonaban estridentes y el eco de los disparos retumbaba en los estrechos pasillos. La mezcla de humo y pólvora llenaba el aire, creando una atmósfera densa y sofocante. Los pasos apresurados de los policías se entrelazaban con los gritos de mando y los chasquidos de las armas al disparar.


En medio del caos, un grupo pequeño pero decidido de los atacantes logró infiltrarse en la sala donde Chicho seguía atado. Con rápidos movimientos, desactivaron la máquina de estiramiento y liberaron sus extremidades. Chicho, aunque ileso, se tambaleó levemente al levantarse. Su cuerpo, aunque resistente, estaba fatigado por el encierro y la presión constante.

Uno de los migrantes, con una cicatriz profunda en la mejilla, le tendió la mano. Chicho la tomó, y con esfuerzo, ambos se apresuraron hacia la salida. El convoy seguía resistiendo fuera de la comisaría, aunque se notaba que estaban en desventaja. A pesar de las armas, los vehículos y la furia, su equipo improvisado apenas aguantaba.


Con una ráfaga de balas cubriéndolos, Chicho y sus rescatadores lograron llegar a uno de los vehículos. El motor rugió de manera desigual mientras se ponía en marcha, y con un último vistazo a la comisaría destruida, escaparon hacia la oscuridad de la noche.

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