Chicho el rata, capitulo 4.

 El aire en el Palacio Nacional era denso, como si la atmósfera misma se estuviera presionando contra los asistentes al evento. Las luces brillantes iluminaban la sala con una claridad casi insoportable, haciendo que los rostros de los presentes destellaran en tonos de sudor y nerviosismo. Peni Natas, con su traje oscuro y su cabello cuidadosamente peinado, se erguía detrás del podio.

Los micrófonos, dispuestos en hileras perfectamente alineadas, capturaban cada palabra que salía de sus labios, resonando en el eco de la sala con una cadencia ensayada. "Hoy, anuncio que firmaremos todos los acuerdos del tratado de libre comercio diseñados en colaboración con la administración del presidente Renald", declaró, su voz resonante como un tambor. Las cámaras centelleaban, ávidas de capturar la declaración que prometía cambiar el rumbo del país.


Al escuchar estas palabras, un escalofrío recorrió la sala. Los periodistas intercambiaron miradas incrédulas, sus rostros reflejando una mezcla de sorpresa y desdén. Fuera de las puertas del Palacio, en las calles de la Ciudad de México, la indignación comenzaba a arder como un fuego incontrolable. En los barrios humildes, donde la pobreza se sentía en cada rincón, los ecos de las declaraciones de Natas llegaban como un eco distante de la desesperanza.


“¡No puede ser!”, murmuró una mujer en la primera fila, sus manos temblorosas sosteniendo una libreta, lista para anotar cada palabra. La noticia de la reducción de inversión en programas sociales había llegado como un golpe a las comunidades. Tres veces menos fondos para educación, salud y asistencia a los más vulnerables, todo para incrementar los subsidios a empresas extranjeras que ya disfrutaban de márgenes de ganancia exorbitantes. El olor a sudor y descontento llenaba el aire, mezclándose con el aroma del café que había sido servido a los asistentes.


Mientras Natas continuaba, sus palabras se deslizaban suavemente por el aire, pero la tensión palpable era como una cuerda tensa a punto de romperse. “Estos acuerdos no solo fortalecerán nuestra economía, sino que también abrirán nuevas oportunidades para el crecimiento”, insistía, tratando de enmascarar el descontento creciente. Sin embargo, la gente no podía ignorar el resplandor de las luces, que ahora parecía un reflejo de la avaricia.


Las cámaras capturaron cada reacción. Un periodista joven, con las cejas fruncidas, se levantó de su asiento. “¿Qué oportunidades puede haber para nosotros si nuestras comunidades se desmoronan?” La pregunta resonó en la sala, cortando el aire como un cuchillo. Natas, visiblemente desconcertado, se ajustó la corbata, mientras la presión aumentaba. 


Los murmullos se intensificaron y los murmullos de “traición” comenzaron a hacerse más audibles. La imagen de una familia en la pantalla, con niños desnutridos en un hogar desgastado, comenzó a girar en la mente de muchos. En ese momento, Peni Natas no solo era el presidente, sino el símbolo de un sistema que había fallado. 

Renald se recostó en su silla de cuero negro en la Oficina Oval, las luces tenues del despacho resaltaban los matices dorados de la decoración. Una copa de bourbon descasaba entre sus dedos, mientras sus ojos se posaban en la pantalla de su computadora. El presidente Peni Natas aparecía en la transmisión en vivo, su imagen estaba envuelta en un aura de frustración. Renald soltó una risa burlona, un sonido áspero que rompió el silencio reverente de la habitación.


“¡Buen chico!”, exclamó, su voz resonando en el aire pesado, impregnado de un aroma a tabaco y lujo. Observaba cómo el presidente mexicano pronunciaba palabras llenas de promesas vacías, sobre los beneficios del tratado de libre comercio, como un perro amaestrado frente a su amo. La risa se convirtió en una mueca al ver la tensión en el rostro de Peni Natas; una mezcla de resignación y desesperación que parecía clamar al cielo por ayuda, mientras las luces de la sala iluminaban su figura encorvada.


Renald dejó de lado su burla y, al girar la cabeza, notó un periódico abierto sobre la mesa, con el título destacado en letras gruesas: “El presidente xa-jan-pang expande las industrias chinas en África”. Sus ojos se agrandaron, el horror se apoderó de él al leer los detalles de cómo el gigante asiático estaba penetrando en el continente africano, erigiendo fábricas y explotando recursos a un ritmo alarmante. El aire se volvió pesado, como si un presagio de desastre se cerniera sobre su cabeza.


La fría superficie del vidrio de la ventana reflejaba el desorden que habitaba su mente. Renald cerró el periódico con un golpe sordo, el sonido resonó como un tambor de guerra en la habitación. Se puso de pie, sus zapatos de cuero negro resonaban en el suelo pulido mientras caminaba de un lado a otro, una marea de ansiedad y furia fluyendo por sus venas. El sonido del tráfico en la calle, con el murmullo distante de las sirenas y el claxon de los autos, apenas penetraba su concentración, pero cada vez que un ruido fuerte resonaba, se recordaba la fragilidad de su posición.


“Esto no puede continuar”, murmuró para sí mismo, frunciendo el ceño. Sabía que el avance de las industrias chinas no solo era un problema de competencia, sino una amenaza a su influencia global. La risa burlona desapareció, reemplazada por un frío cálculo. Con cada fábrica que se abría en África, el poder de xa-jan-pang crecía, y con él, la posibilidad de que su país quedara marginado en un mundo que se transformaba rápidamente.


El bourbon en su copa había perdido su atractivo, el sabor amargo se volvía más intenso mientras pensaba en las implicaciones. Giró la cabeza hacia el retrato de un antiguo presidente que colgaba en la pared, como si esperara que la figura inerte le proporcionara sabiduría. ¿Qué acciones tomaría para detener esta expansión? La imagen de una reunión con líderes mundiales se dibujaba en su mente, mientras ideas comenzaban a fluir.


Chicho se acomodó en el asiento del conductor del camión de comida, el motor zumbando suavemente bajo su mando. La cabina olía a aceite caliente y a un toque de especias que había quedado del último servicio. Miró por el espejo retrovisor a los migrantes que se congregaban a su alrededor, rostros cansados pero esperanzados, esperando ansiosos el apoyo alimentario que él había decidido llevarles. El contraste de su situación no le escapaba: la comida de alta calidad, adquirida gracias a un festín de robos en las mansiones de las familias ultra-adineradas, ahora iba a ser compartida con aquellos que apenas podían permitirse una tortilla.


La risa burlona de Chicho resonó en el interior del camión mientras recordaba los lujos que había dejado atrás en aquellas casas: caviar, trufas, y botellas de vino de más de mil dólares. “¿Qué sabrán ellos de esto?”, pensó, sintiendo una mezcla de satisfacción y rebeldía. Él ahora se convertía en el héroe de aquellos a los que el sistema había olvidado.


Mientras tanto, en una oficina oscura, un político local de la corriente extremista republicana recibió la noticia de este benefactor. Su mente estaba enredada en ambiciones y promesas. En su mente, aquel sujeto era una esperanza burda que podía dar voluntad a los indignos. Decidió que era hora de actuar, y contactó a una banda de supremacistas blancos que veían a los migrantes como enemigos. 


La noche envolvía la ciudad como un manto oscuro cuando Chicho salió del camión, su figura esculpida por la luz de las farolas parpadeantes. Caminaba con paso firme, su suéter amplio ajustado a su cuerpo, y en su mente resonaban los murmullos de gratitud que había escuchado durante el día. Pero el ambiente cambió repentinamente. Una sensación de peligro hizo que su piel se erizara.


Un grupo de hombres apareció de la nada, armados con navajas brillantes que relucían en la escasa luz. La adrenalina disparó en Chicho, el sonido de sus pasos resonando como un tambor en su pecho. A medida que se acercaban, él pudo oír sus risas burlonas, y el olor a sudor y tabaco se hizo presente, mezclándose con el aire denso de la noche.


“¡Vamos a hacerte pagar, ladrón!”, gritó uno de los hombres, su voz cargada de odio. Pero Chicho no era un hombre que se dejara intimidar fácilmente. En un instante, sus movimientos se volvieron fluidos. Cuando el primero se lanzó hacia él con la navaja en mano, Chicho se movió ágilmente, girando su cuerpo y lanzando una patada directa al pecho del atacante. El sonido de huesos impactando resonó en la noche mientras el hombre era catapultado varios metros, aterrizando en un charco que salpicó agua sucia.


El segundo hombre, sorprendido por la rapidez de Chicho, no tuvo tiempo para reaccionar. Un giro de su cuerpo y otro golpe certero lo noqueó. La oscuridad de la noche se llenó con el sonido del cuerpo cayendo al suelo, y el eco del golpe resonó en el aire.


Los restantes, visiblemente aterrados, retrocedieron, sus rostros palideciendo a la luz de la farola. Chicho se quedó mirando a los hombres, sus respiraciones pesadas mientras se alejaban corriendo, como sombras que se desvanecen. La adrenalina seguía corriendo por sus venas, su corazón latiendo con fuerza, pero no había tiempo para la euforia. Sabía que la guerra apenas comenzaba, y que el peligro acechaba en cada esquina, dispuesto a oponerse a lo que quería conseguir.

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