Chicho, el rata, capitulo 3.

 Renald Rumper, finalmente en la silla presidencial, se reclinó ligeramente mientras observaba las noticias proyectadas en la pantalla frente a él. La sala estaba envuelta en una luz tenue que apenas iluminaba los oscuros paneles de madera a su alrededor. Un leve zumbido, apenas perceptible, vibraba desde los monitores, pero lo que dominaba el ambiente era el aroma acre del cigarro que había dejado en el cenicero de bronce sobre el escritorio. El humo serpenteaba lentamente hacia el techo, creando una atmósfera densa, casi sofocante.


Afuera, la nación comenzaba a sentir los efectos de las deportaciones masivas que él mismo había ordenado. Familias enteras eran arrancadas de sus hogares, sus gritos y llantos resonaban en los corredores vacíos de estaciones de detención improvisadas. Las imágenes de niños llorando, separados de sus padres, pasaban ante sus ojos en las pantallas, pero a Renald no le causaban ninguna inquietud. Para él, todo esto era necesario, un sacrificio que aseguraba la pureza y la fuerza del país. Cada cifra, cada rostro desesperado, era una pieza más en su estrategia.


Un asesor entró rápidamente en la habitación, trayendo consigo el eco lejano de protestas en las calles. Desde su silla, Renald podía imaginar el sonido: consignas enfurecidas, megáfonos distorsionando las voces, los pasos de cientos de manifestantes golpeando el pavimento. Pero esa ira no lo conmovía. Sentía el cuero frío de la silla bajo su cuerpo, como una reafirmación física de su poder.


—Señor presidente, las deportaciones están en marcha como planeamos —dijo el asesor, su voz cargada de una formalidad estudiada. 


Renald asintió sin apartar la mirada de las pantallas. Sabía que cada palabra del asesor era innecesaria. Las decisiones ya estaban tomadas. Los migrantes, aquellos "invasores", como los había llamado en su campaña, ahora estaban siendo expulsados a un ritmo que pocos habrían creído posible. Las fábricas que dependían de su trabajo los reemplazaban con mano de obra aún más barata, reduciendo los salarios a niveles impensables. En las sombras, empresarios y líderes industriales celebraban el incremento de sus márgenes de ganancia. Pero en los barrios más humildes, el aire era pesado con el olor a miseria y desesperanza. Los hospitales, donde la atención médica ya era precaria, ahora dejaban a cientos de migrantes sin acceso a ningún tipo de tratamiento, sus cuerpos debilitados por el cansancio y el miedo.


Mientras tanto, un fenómeno preocupante crecía en las sombras. Grupos de supremacistas blancos se expandían por las ciudades, sus marchas, con antorchas en mano, llenaban el aire nocturno de un odio visceral. Renald lo sabía. Sentía el calor de ese odio extendiéndose, como brasas encendidas que pronto incendiarían todo a su paso. Pero no le preocupaba. De hecho, lo fomentaba silenciosamente. Para él, era parte del orden natural, una reafirmación de la "superioridad" que tanto predicaba.


En ese momento, Renald exhaló lentamente, saboreando el amargo residuo del cigarro en su lengua.

Chicho estaba sentado sobre una pila de cartones aplastados, rodeado por montones de basura que formaban pequeñas colinas hediondas en el vertedero. El aire olía a podredumbre y humedad, con un toque ácido de desechos plásticos quemándose a lo lejos. En sus manos, sostenía un periódico viejo que había encontrado entre los desperdicios. La primera plana mostraba imágenes desgarradoras: deportaciones, ataques violentos de supremacistas blancos, y la brutal represión del presidente Rumper. Chicho sintió que algo ardía dentro de él, una mezcla amarga de impotencia y furia.


Sus dedos temblaban al pasar la página, leyendo con avidez sobre las atrocidades. Las letras impresas en la hoja se volvieron borrosas cuando su visión se nubló por la rabia. El crujido del papel en sus manos se hizo eco en su mente: debía hacer algo, y lo sabía. Su transformación le había otorgado capacidades que no podía seguir ignorando. En su cuerpo, sus músculos tensos y su piel rasposa se sentían ahora más afilados, sus sentidos más agudos. Sus patas, poderosas y ágiles, se estremecieron con una energía contenida. Su mandíbula, grande y fuerte, chasqueó con un sonido inquietante mientras probaba su nuevo poder.


Horas después, la noche había caído, envolviendo la ciudad en una oscuridad pesada, solo rota por las luces parpadeantes de algunas casas. Chicho se movía en las sombras, sus garras apenas tocaban el suelo mientras corría a una velocidad imposible. Sabía exactamente a dónde ir. La casa de aquella familia blanca, la misma que él había visto en los periódicos anteriores, donde habían festejado el ascenso del régimen. Ellos no sufrirían como los demás. 


Llegó a la casa sin ser visto, sus movimientos sigilosos y precisos. Los gruesos muros de la vivienda no eran problema para su nueva fuerza. Con un simple empuje de su mandíbula, arrancó el marco de una ventana y se deslizó dentro como una sombra. El ambiente era sofocante, lleno del silencio opresivo de la alta sociedad durmiendo en paz, ajena al caos exterior. El sonido de su respiración era lo único que perturbaba la quietud.


Entonces, lo hizo. Un estruendo sacudió la casa. Un ruido metálico y fuerte, como si algo gigantesco hubiera sido arrancado de su lugar. En cuestión de segundos, la familia despertó sobresaltada. Corrieron hacia el origen del sonido, con los corazones latiéndoles en los oídos. Cuando llegaron a la sala principal, vieron un agujero enorme donde antes había estado la caja fuerte. El acero reforzado y los cerrojos de alta seguridad habían sido arrancados de cuajo, como si una bestia descomunal hubiera destrozado todo con una facilidad aterradora.


Y ahí estaba Chicho, corriendo con la caja fuerte entre sus poderosas mandíbulas, cada salto que daba lo acercaba más a la oscuridad de la noche. Sus patas musculosas golpeaban el suelo con una rapidez inhumana, desapareciendo en la distancia. La familia solo pudo observar con asombro, incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir.


El olor a metal oxidado y polvo invadía la casa, y en el aire quedaba una única certeza: Chicho había comenzado su guerra.

El amanecer trajo consigo una sorpresa inesperada en varios barrios de migrantes de la ciudad. Las primeras luces del día apenas iluminaban las calles de tierra y los edificios descoloridos cuando las familias comenzaron a notar algo fuera de lo común. Fuera de las puertas desvencijadas, donde usualmente sólo se encontraban el polvo y la basura acumulada, ahora había despensas de comida. Cajas llenas de latas de frijoles, arroz, verduras enlatadas, y botellas de agua se amontonaban como si hubieran caído del cielo. 


El aire aún frío de la mañana olía a humedad y a tierra recién removida, pero ahora se mezclaba con el olor metálico de las latas y el suave aroma del pan recién horneado. Los primeros en salir, confundidos y cautelosos, se quedaron inmóviles por un momento, observando las cajas como si fueran un espejismo. Los niños, aún descalzos y con los cabellos despeinados por el sueño, corrían hacia ellas, riendo y gritando de alegría. 


"¡Mamá, mira, comida!", gritó uno de ellos, levantando una bolsa de arroz casi tan grande como él. 


Pronto, el murmullo de los vecinos se extendió por todo el barrio. La gente salía de sus casas, boquiabiertos, tocando con incredulidad los alimentos, palpando los productos como si fueran a desvanecerse. Las manos temblorosas de una mujer mayor sostenían una caja de leche en polvo, sus ojos llenos de lágrimas. Para muchos, estos alimentos significaban más que una simple despensa; representaban una esperanza renovada en medio de la precariedad. El sonido de risas infantiles y conversaciones emocionadas llenaba el aire, un cambio radical en comparación con los días grises y silenciosos que usualmente marcaban sus mañanas.


Mientras tanto, a miles de kilómetros al sur, en el Palacio Nacional de México, el presidente Peni Natas se encontraba de pie detrás de un podio, luciendo su característico traje oscuro, su rostro impasible ante la expectación de la prensa. Las cámaras lo enfocaban, mientras él hablaba con la cadencia cuidadosamente ensayada que lo caracterizaba.


“Es fundamental para nuestro país mantener relaciones fuertes y cordiales con el presidente Renald,” decía, su voz resonando en el amplio salón. “Estados Unidos es un socio crucial y debemos buscar acuerdos que beneficien a ambas naciones.”


En México, sin embargo, las palabras de Peni Natas caían como un balde de agua fría. En los hogares humildes, donde los televisores aún sintonizaban el discurso, la indignación crecía. Para muchos mexicanos, especialmente aquellos con familiares y amigos en el otro lado de la frontera, las palabras del presidente se sentían como una traición. ¿Cómo podía hablar de "beneficios" y "relaciones cordiales" cuando las noticias sobre las deportaciones masivas y los abusos de Renald llenaban cada rincón de sus vidas?


“¡Nos está vendiendo!”, gritaba un hombre frente a su pantalla, su rostro enrojecido de rabia. En las redes sociales, las palabras de Peni Natas se convirtieron en una marea de comentarios mordaces. “Traidor”, “Vendepatria”, “Sumiso” eran solo algunos de los insultos que se repetían una y otra vez, amplificados por el descontento generalizado.


El contraste no podía ser más grande: en una ciudad llena de migrantes al norte, las despensas de comida traían alivio momentáneo, mientras que en México, las palabras de Peni Natas provocaban solo furia y desolación.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Ramsung galactic, capitulo 1.

La hermandad de la piedra, capitulo 4.

La hermandad de la piedra, el final.