Chicho, el rata, capitulo 2.

 Chicho el Rata emergió lentamente de la alcantarilla. Sus movimientos eran sigilosos, casi felinos, como si hubiese perfeccionado el arte de pasar desapercibido tras años de esconderse bajo tierra. Llevaba unos trapos sucios atados alrededor de su rostro, dejando apenas sus ojos visibles. La pestilencia de la alcantarilla aún lo envolvía, una mezcla de podredumbre y humedad que impregnaba el aire alrededor de él.


El barrio era un laberinto de edificios maltrechos, con paredes agrietadas y grafitis descoloridos. La luz del sol se filtraba débilmente entre las fachadas, creando sombras largas y ominosas. Un olor a grasa rancia flotaba en el ambiente, mezclado con el aroma a pan quemado y basura. Chicho avanzaba con paso firme, escudriñando cada rincón, atento a cualquier señal de peligro o recompensa.


De repente, en la esquina de una carnicería cerrada, sus ojos se iluminaron. Unos pedazos de jamón y carne cruda yacían descuidadamente en un cubo, residuos del día anterior. Sin dudar, se abalanzó sobre el hallazgo. El metal frío del cubo rozó sus dedos mientras sacaba los trozos con avidez. El jamón tenía una textura viscosa y grasienta, pero Chicho lo devoraba como si fuese un festín. La carne cruda, aún fría al tacto, se deslizaba entre sus dedos mientras la arrancaba con sus dientes, sintiendo cómo su hambre voraz se saciaba lentamente.


Justo en ese momento, una mujer apareció en la distancia, caminando despreocupadamente por el barrio. Sus pasos resonaban en el pavimento vacío, y el sonido de sus tacones golpeando el suelo era como un metrónomo que marcaba el ritmo de la escena. Al ver a Chicho agazapado junto al cubo, su primer instinto fue detenerse. Los ojos de ella se entrecerraron, evaluando la situación. ¿Debería acusarlo? El rostro de Chicho, cubierto por los trapos, era apenas una sombra bajo el sol. Pero había algo en su figura encorvada y en la manera en que devoraba la carne que la perturbaba.


Antes de que pudiera hacer algo, sintió un cambio en su cuerpo. Una especie de oleada repentina que comenzó en su estómago y ascendió por su pecho, como si su interior respondiera a algo más profundo, algo visceral. El aire, cargado de humedad y el aroma penetrante de la carne, de repente se volvió más denso. Era como si los latidos de su corazón se hubieran acelerado, cada uno enviando una sacudida de calor a través de su piel. Los ojos de Chicho se encontraron con los suyos por un breve segundo, y ese instante pareció alargarse.


Sin comprender bien cómo había sucedido, se encontraron detrás de un callejón estrecho y oscuro. Las paredes a su alrededor estaban ásperas y húmedas, cubiertas de musgo y hollín. El olor a orina y basura los envolvía, pero ni ella ni Chicho parecían notarlo. El mundo exterior se desvanecía a su alrededor, reducido a ese rincón oculto donde sus cuerpos parecían moverse al unísono, impulsados por algo primitivo, como si el latido de la ciudad misma los hubiera conducido allí.

En su oficina, el presidente Renald se encontraba en medio de una intensa discusión con sus asesores. Las paredes estaban revestidas de madera oscura, y los elegantes muebles de cuero absorbían la luz amarillenta de las lámparas de escritorio. Un ambiente austero y serio envolvía el lugar, donde cada palabra resonaba con un eco de autoridad.


Renald, con su cabello canoso cuidadosamente peinado hacia atrás, miraba fijamente a sus asesores, quienes estaban sentados alrededor de una mesa de roble macizo. Sus rostros reflejaban determinación y fervor. A medida que hablaban, el aroma del café recién hecho se mezclaba con el ligero olor a tabaco de las pipas que algunos de ellos sostenían entre los dedos. La tensión era palpable, un aire cargado de convicciones firmes.


"Debemos desmantelar esta propaganda de izquierda", afirmaba uno de los asesores, su voz grave resonando en el espacio. "La teoría de raza y género está infiltrando nuestras escuelas, y eso es inaceptable". Su expresión era intensa, casi feroz, mientras gesticulaba con vehemencia. Cada palabra parecía un dardo lanzado contra la pared de un enemigo imaginario.


Renald asintió, sus ojos oscuros iluminados por una chispa de aprobación. "Es fundamental que el modelo educativo vuelva a los valores tradicionales. La educación debe ser un bastión de nuestra cultura, no un campo de batalla ideológico". Su voz, profunda y autoritaria, llenaba la sala. Había una convicción casi palpable en su tono, un eco de una época que él creía que debía ser restaurada.


Uno de los asesores, un hombre delgado con lentes de montura gruesa, intervino: "Podemos argumentar que estas teorías son divisivas y fomentan el resentimiento. Necesitamos un enfoque que apele a la unidad y la cohesión social". Mientras hablaba, sus dedos se movían nerviosamente sobre la mesa, como si intentara trazar un mapa de su estrategia.


Renald lo interrumpió, alzando una mano. "No podemos permitir que los principios de la izquierda se conviertan en la norma. Debemos implementar un curriculum que refuerce nuestras creencias, que presente la historia de nuestro país desde una perspectiva que destaque nuestros logros y nuestra grandeza". Su mirada se volvió aguda, casi intimidante, como si deseara que sus asesores sintieran la gravedad de su misión.

La batalla por las mentes de la próxima generación había comenzado, y Renald estaba decidido a liderar la carga.

Apenas dos meses atrás, Joaquín se encontraba en la cocina de un restaurante, el olor a fritura y especias impregnando el aire espeso. Las luces fluorescentes parpadeaban, lanzando sombras sobre las mesas de acero inoxidable, donde platos sucios se acumulaban como montañas de trabajo interminable. Con trece horas de pie, sus pies ardían, y el cansancio le pesaba en cada músculo. A su alrededor, el sonido del agua corriendo y el golpe de las ollas resonaban, mezclándose con las risas lejanas de los comensales que disfrutaban de la cena.


“¡Esto es una locura!”, murmuró Joaquín, limpiando el sudor de su frente con el dorso de la mano. Su compañero Germán, un hombre robusto con una sonrisa torcida, se acercó y, en un tono conspiratorio, le dijo: “Hay una compensación extra. Solo un par de horas más”.


Joaquín lo miró con escepticismo, aunque su estómago gruñía de hambre y su mente vagaba hacia su madre. No había podido mandarle dinero desde hacía semanas, y el remordimiento se arrastraba como una sombra. La idea de un ingreso extra parecía un rayo de esperanza en medio de la rutina abrumadora.


Dos horas después, con el restaurante casi vacío, Germán le hizo un gesto para que lo siguiera. La cocina, que antes vibraba con la energía de los comensales, ahora parecía un laberinto desolado. El aire frío y el olor a jabón dejaban una sensación de desasosiego. Caminaban sigilosamente hacia la despensa, donde la luz parpadeante apenas iluminaba los utensilios de plata cuidadosamente guardados. 


“Solo un par de cosas”, susurró Germán, sus ojos brillando con una mezcla de emoción y nerviosismo. Joaquín dudó, una mezcla de miedo y deseo agolpándose en su pecho. Sabía que era un robo, pero la necesidad lo atormentaba. Se imaginó el rostro de su madre al recibir un envío de dinero, la forma en que sus ojos se iluminarían al saber que, por fin, tenía algo más que promesas vacías.


Germán empezó a recoger cucharas y tenedores, su mano temblorosa apenas contenía la codicia. Joaquín lo observó, su mente dividida entre el deseo de salir de esa vida y el temor de las consecuencias. La imagen de su madre, cansada y sola, lo empujó a actuar. Con un profundo suspiro, se acercó y, sin poder evitarlo, tomó un par de cubiertos. El frío del metal contrastó con el calor de su mano, un recordatorio tangible de lo que estaba en juego.



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