El verdugo, capitulo 1.

 En un oscuro y húmedo sótano de Brooklyn, las paredes de ladrillo desnudo absorbían la poca luz que provenía de una solitaria bombilla colgante. La tenue luz amarillenta proyectaba sombras alargadas sobre las cajas de contrabando apiladas en las esquinas, donde el olor a humedad y a tabaco rancio impregnaba el aire.


El jefe de la mafia, un hombre corpulento de cabello gris y piel curtida, estaba sentado detrás de una pesada mesa de madera. El cigarro en su mano izquierda humeaba, el espeso humo se enroscaba en el aire antes de desaparecer en la penumbra. El sonido de la brasa crepitando en el extremo del cigarro rompía el silencio de la habitación. Cada vez que el jefe inhalaba, el aroma amargo del tabaco llenaba el espacio, mezclándose con el aroma metálico de la sangre seca que manchaba el suelo de cemento.


Frente a él, su empleado, un hombre delgado con un rostro marcado por cicatrices, se retorcía nerviosamente, jugando con el borde de su gorra. Tenía las manos sudorosas y sentía un nudo en el estómago mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas. La tensión en el aire era palpable, como una cuerda a punto de romperse.


El jefe levantó la vista lentamente, sus ojos oscuros, carentes de emoción, perforaban al hombre con una mirada que podría detener el corazón de cualquiera. El silencio que siguió fue insoportable, el empleado tragó saliva, sintiendo cómo su garganta se cerraba. Finalmente, el jefe rompió el silencio con una voz grave y rasposa, que resonó en el espacio vacío como un trueno lejano.


—¿Qué noticias tienes? —preguntó, sin apartar la mirada.


El empleado tragó nuevamente, el sabor amargo del miedo en su boca era casi insoportable. Con voz temblorosa, respondió:


—Jefe... lo siento mucho... pero... hemos perdido a dos más.


Las palabras colgaron en el aire como una sentencia de muerte. El jefe entrecerró los ojos, una arruga profunda se formó en su frente mientras su mandíbula se tensaba. El empleado sintió cómo un sudor frío le recorría la espalda, cada segundo de silencio era un tormento.


—¿Cómo? —preguntó el jefe, su voz apenas un susurro, pero cargada de una amenaza silenciosa.


El empleado tragó saliva de nuevo, intentando evitar la mirada penetrante del jefe. Sintió que el calor subía por su cuello mientras recordaba lo que había visto.


—Decapitados... —dijo, finalmente, sintiendo que las palabras lo ahogaban—. Nuevamente.


El jefe gruñó, un sonido gutural y profundo que resonó en la habitación como el rugido de una bestia. El cigarro en su mano se quebró, esparciendo cenizas sobre la mesa. El humo que se elevaba de la brasa parecía intensificar el olor acre en el aire, haciéndolo casi insoportable. Las sombras en la habitación parecían oscurecerse aún más, como si respondieran a la furia contenida del jefe.


Los músculos de su cuello se tensaron y sus ojos ardieron con una furia silenciosa, como un volcán a punto de estallar. Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos, el crujido de sus huesos resonó en la habitación.


El empleado bajó la cabeza, temblando, esperando el inevitable estallido de violencia que seguiría. Sin embargo, el jefe solo se quedó allí, respirando pesadamente, su pecho subiendo y bajando como un fuelle. Su mente trabajaba rápidamente, sopesando opciones, planeando venganza. 

En la lejania:

En una habitación oscura y apenas iluminada, el aire era pesado y denso, cargado con el inconfundible aroma de sangre fresca. Las paredes estaban desnudas, con grietas que serpenteaban a través del yeso, mientras las sombras danzaban en la penumbra, creadas por una única lámpara colgante que oscilaba ligeramente, emitiendo un débil resplandor amarillento. El lugar, situado en algún rincón remoto, parecía estar alejado del mundo, un espacio donde la esperanza se desvanecía como el último aliento de los moribundos.


En el centro de la habitación, un individuo de no más de 1.70 metros de altura y complexión delgada caminaba con pasos lentos pero firmes. Su figura estaba envuelta en un traje negro que absorbía la poca luz, convirtiéndolo en una sombra viviente. Una máscara de verdugo, tosca y aterradora, ocultaba su rostro, dejando solo dos agujeros vacíos por los cuales observaba la escena frente a él. La máscara, de cuero desgastado, tenía un hedor a sudor y cuero viejo, como si hubiera sido usada durante siglos para actos similares. La voz del individuo, distorsionada por un dispositivo, resonaba en la habitación con un tono mecánico y deshumanizado que hacía que el horror de la situación se intensificara.


Cinco miembros de la familia estaban atados a la pared, sus cuerpos sostenidos por cuerdas gruesas y ásperas que se hundían en su piel, dejando marcas rojas y dolorosas. La sangre brotaba de heridas profundas en sus torsos y extremidades, manchando sus ropas y formando charcos oscuros en el suelo de cemento. La mezcla del olor a hierro y a miedo impregnaba el aire, volviéndolo casi irrespirable.


Los ojos de las víctimas, desorbitados por el pánico, seguían cada movimiento del verdugo. Sus cuerpos temblaban, las respiraciones eran rápidas y entrecortadas, como si cada inhalación fuera un esfuerzo titánico. Uno de ellos, un hombre de mediana edad con el rostro pálido y sudoroso, rompió el silencio con un sollozo ahogado. Sus labios temblaban mientras rogaba por su vida, palabras apenas coherentes escapaban de su boca.


—Por favor... —murmuró, con una voz quebrada por el terror—. Ten piedad...


El verdugo se detuvo frente a él, inclinando la cabeza ligeramente como si estuviera considerando la súplica. La luz de la lámpara capturó un destello en los ojos ocultos detrás de la máscara, un destello que podría haber sido de interés, o tal vez de burla. Entonces, con una calma inquietante, la voz distorsionada respondió, resonando en las paredes como un eco ominoso.


—Terminaré con tu sufrimiento.


Las palabras, frías y definitivas, se clavaron en la mente del hombre como cuchillos. Antes de que pudiera decir algo más, el verdugo levantó un hacha afilada, la hoja brillando brevemente en la penumbra antes de que descendiera con un silbido mortal. El golpe fue rápido y preciso, y la cabeza del hombre se separó de su cuerpo con un chorro de sangre caliente que salpicó la pared, el suelo y las cuerdas que lo mantenían en pie.


Los otros cuatro prisioneros, paralizados por el terror, intentaron gritar, pero sus voces se ahogaron en sus gargantas. Sabían que su destino estaba sellado. Uno por uno, el verdugo se acercó a ellos, repitiendo el macabro ritual con la misma precisión inhumana, mientras la habitación se llenaba con el sonido húmedo de la carne cortada y el retumbar sordo de las cabezas al golpear el suelo.


Cuando el último cuerpo quedó inerte, el verdugo observó su obra en silencio. El olor acre de la muerte impregnaba el lugar, mezclándose con la oscuridad que parecía consumirlo todo. Sin más palabras, la figura se dio la vuelta y, con pasos tranquilos, salió de la habitación, dejando tras de sí un escenario de horror indescriptible.

Tiempo después:

Era una noche tranquila en el pequeño apartamento de la reportera, situado en un edificio de gran altura en el centro de la ciudad. La habitación estaba elegantemente decorada, con paredes en tonos suaves de gris y beige, y una ventana que ofrecía una vista panorámica de las luces de la metrópoli. Un escritorio de madera oscura estaba abarrotado con papeles, notas, y la pantalla de su laptop emitía un resplandor azulado que iluminaba tenuemente su rostro.


La reportera, una mujer de figura esbelta y atractiva, con cabello castaño que caía en ondas suaves sobre sus hombros, se encontraba revisando algunos documentos cuando el silencio fue abruptamente interrumpido por el sonido agudo y repentino de su teléfono móvil. El dispositivo, que descansaba al borde de la mesa, vibró con una energía insistente. Al observar la pantalla, notó que el número era desconocido, lo que la hizo fruncir el ceño, pero aun así, deslizó el dedo para contestar.


—¿Hola? —dijo, con un tono cauteloso, llevando el teléfono a su oído.


El silencio al otro lado de la línea duró un segundo que se sintió eterno. Luego, una voz distorsionada, mecánica y siniestra, rompió la quietud, enviando un escalofrío por su columna vertebral.


—Ve a la sala.


Su corazón comenzó a latir más rápido, y su mente se llenó de preguntas. Miró alrededor de la habitación, como si esperara ver algo fuera de lugar, pero todo estaba exactamente donde debería estar. Tragó saliva, sintiendo que la garganta se le secaba.


—¿Quién eres? —preguntó, intentando mantener la calma en su voz, aunque un temblor era inconfundible.


—No preguntes. Si llamas a la policía, morirás.


Las palabras resonaron en su mente con una claridad aterradora. Sintió un nudo de miedo en el estómago, pero sus pies parecían moverse por sí mismos, obedeciendo la orden. Con una mezcla de incredulidad y terror, se levantó lentamente de la silla y salió de la habitación, cada paso que daba hacia la sala era acompañado por el sonido de su propia respiración, ahora pesada y rápida.


La sala estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz que se filtraba desde la cocina. Sus ojos se adaptaron lentamente a la oscuridad y entonces lo vio. Sobre la mesa de centro había un aparato extraño, algo que no había estado allí antes. Parecía una especie de teléfono antiguo, con un auricular pesado y una base metálica, pero con un diseño más futurista, lleno de botones que no reconocía. Se acercó cautelosamente, sintiendo cómo su piel se erizaba.


Con manos temblorosas, levantó el auricular. Al hacerlo, el silencio de la habitación fue reemplazado por un zumbido suave, seguido inmediatamente por la misma voz distorsionada que había escuchado en el teléfono.


—Necesito tu ayuda —dijo la voz, cada palabra envuelta en una capa de misterio y urgencia—. Este dispositivo impedirá que el gobierno rastree nuestra comunicación.


La reportera apretó los dedos alrededor del auricular, tratando de procesar lo que estaba sucediendo. Sus pensamientos iban a mil por hora, pero ninguna respuesta parecía adecuada.


—¿Qué quieres de mí? —preguntó finalmente, con la voz apenas más que un susurro.


—Tu oficio me será útil. Puedo ofrecerte más de lo que jamás imaginaste. Pero debemos ser discretos. Nadie puede saber de esto.


El miedo se mezcló con una extraña fascinación, y aunque sabía que debería colgar, alejarse, la curiosidad la mantenía pegada al aparato. Su corazón martilleaba en sus oídos mientras la voz continuaba, envolviéndola en una red de secretos y peligros desconocidos.


—Decide rápido —insistió la voz—. El tiempo corre.


La reportera permaneció en silencio, su mente en un torbellino de emociones, atrapada entre el instinto de supervivencia y la irresistible atracción de lo desconocido.

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