El "mala suerte", capitulo 8.

 Peluchín y Fitzgerald navegaban cada vez más lejos de la aglomeración de barcos, el sonido de las olas chocando suavemente contra la balsa marcaba un ritmo constante, casi hipnótico. El crujido de la madera bajo sus pies se mezclaba con el chapoteo del agua, creando una sinfonía natural que parecía acompañarles en su travesía. 

A medida que avanzaban, el horizonte comenzó a cambiar. El sol, que hasta ese momento había sido su única guía, se tornó menos brillante, como si una extraña sombra empezara a cubrirlo. Fitzgerald, con la mirada fija hacia adelante, notó cómo las aguas comenzaban a volverse más densas, su color cambiando de un azul cristalino a un gris oscuro, casi negro. Sentía una ligera vibración bajo sus pies, como si la balsa estuviera rozando algo invisible, una tensión en el agua que no había sentido antes.


Peluchín, en su forma de pulpo, movía sus tentáculos con una agilidad inquietante, sus movimientos eran precisos y decididos, pero Fitzgerald notó un cambio en su comportamiento. El pulpo se había vuelto más inquieto, sus tentáculos parecían deslizarse con mayor rapidez, y su piel había adoptado un tono más oscuro, casi camuflándose con la oscuridad del agua. Los ojos de Peluchín, normalmente brillantes y curiosos, ahora parecían escanear el entorno con cautela, como si percibiera algo que Fitzgerald no podía ver.


Finalmente, ante ellos se alzó lo que sólo podía describirse como una gigantesca pared hecha de mar. Fitzgerald parpadeó, incrédulo, mientras su corazón comenzaba a latir con fuerza. La pared era inmensa, se elevaba varios metros por encima de ellos, su superficie era lisa pero en constante movimiento, como si el agua estuviera siendo sostenida por una fuerza invisible. El sonido que emitía era como un rugido sordo, una vibración profunda que se sentía más que se escuchaba, resonando en los huesos de Fitzgerald.


El aire alrededor de la pared era diferente, más denso, y cada respiración se hacía pesada, como si el propio ambiente les estuviera advirtiendo que se acercaban a un umbral prohibido. La luz del sol, que antes bañaba la balsa en un cálido resplandor, ahora parecía ser absorbida por la pared de agua, dejando todo en una penumbra inquietante. Fitzgerald sintió un escalofrío recorrer su espalda, el frío del agua impregnaba el aire, y el sabor salado se intensificaba en su boca, amargo y penetrante.


Peluchín, ahora completamente alerta, se acercó a la pared con cautela, sus tentáculos palpando la superficie con una mezcla de curiosidad y temor. Fitzgerald observó en silencio, sintiendo una mezcla de fascinación y terror. Sabía que habían llegado al límite de lo desconocido, a un lugar donde las reglas del mundo que conocían ya no se aplicaban. Frente a aquella monumental barrera, Fitzgerald comprendió que su destino pendía de un hilo, y que la verdadera prueba apenas estaba por comenzar.

Durante dos semanas, Fitzgerald y Peluchín permanecieron en ese extraño limbo, varados ante la imponente pared de agua. Los días se sucedían en una monotonía opresiva, marcada por la constante tensión que emanaba de la enorme barrera líquida. Cada día, el sonido del agua en movimiento era un recordatorio incesante de que estaban al borde de lo desconocido, como si la pared respirara lentamente, aguardando el momento adecuado para revelarse.


El cielo, siempre nublado, parecía inmóvil, atrapado en un estado perpetuo de penumbra. La balsa crujía con cada leve ondulación de las aguas, y la humedad que se adhería a la piel de Fitzgerald nunca se disipaba. El aire, cargado de sal, tenía un sabor metálico que persistía en la boca, dejándole una sensación de desasosiego que no podía sacudirse.


Peluchín, en su forma de pulpo, se movía inquieto por la balsa, sus tentáculos acariciando constantemente la superficie del agua, como si intentara sentir algún cambio, alguna señal de lo que vendría. Su piel había adquirido un tono grisáceo, adaptándose al ambiente sombrío, y sus ojos, normalmente llenos de curiosidad, se habían vuelto oscuros, reflejando la incertidumbre que ambos compartían.


Entonces, en el decimocuarto día, algo cambió. Un estruendo profundo, similar a un trueno lejano, resonó a través del aire. Fitzgerald se puso en pie de un salto, con el corazón palpitando en su pecho, mientras observaba con incredulidad cómo la pared de agua comenzaba a separarse. Un gigantesco agujero se formaba en el centro de la barrera, como si un coloso invisible estuviera desgarrando el océano. La brecha crecía rápidamente, revelando un vacío oscuro que parecía absorber toda la luz a su alrededor.


De repente, una fuerza eléctrica, invisible pero inconfundible, comenzó a emanar desde el agujero. Fitzgerald sintió un hormigueo recorrer su piel, empezando en la punta de sus dedos y extendiéndose rápidamente por todo su cuerpo. El aire se llenó de una vibración intensa, casi dolorosa, que hacía que cada cabello de su cuerpo se erizara. Era como si la atmósfera misma estuviera cargada de energía, vibrando con un poder inmenso y descontrolado.


La balsa, que hasta entonces había flotado plácidamente, comenzó a sacudirse violentamente. Fitzgerald perdió el equilibrio y cayó al suelo, mientras un estruendo ensordecedor llenaba el aire. La fuerza eléctrica se intensificó, y en un abrir y cerrar de ojos, tanto él como Peluchín fueron arrastrados hacia el agujero. La balsa crujió bajo la presión, cada tabla rechinando mientras era forzada a avanzar hacia el abismo.


El cuerpo de Fitzgerald fue sacudido con una violencia inimaginable, como si una tormenta eléctrica lo estuviera atravesando. Sentía cada músculo tensarse involuntariamente, su mente atrapada entre el terror y la confusión. A su lado, Peluchín se aferraba a la balsa con desesperación, sus tentáculos extendidos en un vano intento de detener la imparable succión que los atraía.


La oscuridad del agujero los envolvió rápidamente, el rugido del agua y la energía lo llenaba todo. Fitzgerald intentó gritar, pero su voz fue absorbida por el estruendo, su cuerpo se sentía como si fuera arrancado de la realidad misma, cada fibra siendo sacudida por la fuerza que los arrastraba hacia lo desconocido. La última sensación que pudo registrar fue el frío abrasador que lo envolvía, mientras la balsa, Peluchín y él desaparecían en la inmensidad de aquella oscura y electrificante vorágine.

La balsa yacía destruida, sus tablas dispersas flotando inertes en la vasta extensión del océano. Fitzgerald y Peluchín emergieron del abismo en el que habían sido absorbidos, flotando a la deriva en mar abierto. El agua, que inicialmente se sentía densa y ominosa, ahora era clara y brillante, reflejando un cielo despejado y azul que parecía extenderse infinitamente en todas direcciones. El sol, alto en el horizonte, bañaba la superficie del mar con un resplandor cálido y dorado, haciendo que las olas brillaran como si estuvieran cubiertas de millones de diamantes en movimiento.


Durante unos minutos, todo parecía extrañamente tranquilo. El suave vaivén de las olas los mecía, y el sonido del agua al romperse contra las tablas dispersas de la balsa era el único ruido que perturbaba el silencio. Fitzgerald flotaba boca arriba, con la respiración pesada, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. El aire fresco y salado llenaba sus pulmones, una sensación revitalizante después de la asfixiante opresión del agujero. Sentía su cuerpo cansado, cada músculo adolorido por la tensión, pero al mismo tiempo, una paz inesperada comenzaba a instalarse en su mente.


Peluchín, en su forma de pulpo, se encontraba a su lado, moviéndose lentamente en el agua. Sus tentáculos se extendían perezosamente, como si también estuviera recuperándose de la intensa experiencia. Su piel había recuperado su color natural, un vibrante tono azulado, y sus ojos, aunque cansados, observaban el entorno con una calma curiosa.


De repente, un sonido profundo y resonante surgió desde las profundidades del océano, como el susurro de un gigante dormido que se despereza. Fitzgerald giró la cabeza y lo vio: una manada de ballenas emergía majestuosamente a su alrededor, sus cuerpos enormes y oscuros deslizándose por el agua con una gracia que parecía desafiar las leyes de la naturaleza. Las ballenas, cada una más grande que la otra, se movían en una danza sincronizada, sus colas golpeando el agua con fuerza, enviando olas que levantaban a Fitzgerald y Peluchín en un suave oleaje.


El espectáculo era asombroso. Fitzgerald se encontró atrapado entre el asombro y la alegría, sus ojos recorriendo los cuerpos colosales de las ballenas mientras exhalaban chorros de agua en altas columnas de vapor que se disipaban en el aire. Podía sentir el poder y la tranquilidad que emanaban de esos seres, una fuerza vital tan inmensa y antigua que parecía abarcar toda la historia del mundo.


Las ballenas continuaron su paso, y Fitzgerald, sumido en la contemplación, finalmente rompió el silencio. "Peluchín," dijo, su voz temblorosa aún por la emoción, "estamos de vuelta." Había una mezcla de alivio y alegría en sus palabras, una certeza renovada de que, a pesar de todo, habían sobrevivido y regresado a la familiaridad del mar abierto.


Peluchín lo miró, sus ojos expresando una comprensión silenciosa, y se acercó más a Fitzgerald. El mar, vasto y lleno de vida, se extendía ante ellos, ofreciéndoles una nueva oportunidad. Las ballenas continuaron su camino, desapareciendo lentamente en el horizonte, dejando tras de sí una estela de paz que los acompañaría en su siguiente aventura.

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