El "mala suerte", capitulo 6.

 Fitzgerald se hallaba en las profundidades del océano, avanzando a toda velocidad mientras las criaturas lo perseguían con una tenacidad implacable. Sus cuerpos alargados, del tamaño de anacondas, se movían con una fluidez inquietante, deslizándose a través del agua con una velocidad que desafiaba la naturaleza. No tenían ojos visibles, pero Fitzgerald sentía su presencia, notaba la tensión en el agua, como si la misma corriente le advirtiera del peligro inminente.


Cada brazada lo llevaba más lejos, pero las criaturas no cedían. Su piel oscura y escamosa parecía absorber la luz escasa que penetraba desde la superficie, dejando tras de sí una estela de sombras. Las membranas entre los dedos de Fitzgerald cortaban el agua con una precisión desesperada, impulsándolo hacia adelante, pero sabía que no podía mantener ese ritmo mucho más tiempo. El agua se sentía densa, casi opresiva, a medida que su pánico crecía.


De repente, la presión en el agua cambió. Fitzgerald giró la cabeza justo a tiempo para ver algo enorme emergiendo de la penumbra. Una figura colosal se movía con una gracia temible, y antes de que pudiera reaccionar, la monstruosa mandíbula de Peluchín, en su forma de pulpo, se cerró sobre las criaturas. La tensión en el agua explotó en un torbellino de movimientos y burbujas cuando destrozó a las anacondas marinas con una fuerza implacables.


El sonido bajo el agua era un estruendo sordo, un eco retumbante que vibraba en los huesos de Fitzgerald. 

De regreso en la plataforma improvisada del barco, Fitzgerald y Peluchín descansaban después del frenesí submarino. El aire fresco de la noche acariciaba su piel, aún húmeda por la reciente inmersión. El olor de anaconda recién capturada llenaba el aire, mezclándose con el aroma salado del océano. Peluchín, en su forma canina habitual, observaba a Fitzgerald con sus ojos brillantes, su lengua colgando de un lado en un gesto que era todo menos monstruoso.

Cuando el primer bocado llegó a su boca, Fitzgerald sintió una explosión de sabores: la carne tierna, jugosa, con un toque salado que evocaba las profundidades del océano que había dejado atrás. Peluchín devoraba su parte con igual entusiasmo, sus ojos llenos de gratitud y compañerismo. Mientras comían, un silencio cómodo se asentó entre ellos, solo roto por el crujido ocasional del fuego y el susurro distante de las olas. 

Algunos días después de su encuentro con las criaturas y la salvación por Peluchín, Fitzgerald se encontraba merodeando en una parte más tranquila del océano. El agua era de un azul profundo, casi hipnótico, y el cielo, despejado, reflejaba su vastedad sobre la superficie. 

Impulsado por la curiosidad, Fitzgerald dirigió su nado hacia ellos. A medida que se acercaba, la imagen se hizo más clara: eran barcos, pero no como los que había visto antes. Estas embarcaciones, maltrechas y cubiertas de algas, estaban adheridas unas a otras, como si una fuerza desconocida las hubiera mantenido juntas durante años, tal vez décadas. El aire se volvía denso a medida que se aproximaba, cargado con un olor penetrante a sal y madera podrida.


Finalmente, Fitzgerald llegó a lo que parecía ser una entrada entre las naves. Subió a bordo con cautela, sintiendo el crujido de las maderas húmedas bajo sus pies, que cedían ligeramente con cada paso. El silencio era absoluto, roto solo por el ocasional gemido de las tablas al moverse. A su alrededor, los barcos se extendían en una maraña de mástiles caídos y velas desgarradas, una especie de cementerio flotante.


Al adentrarse más, un escalofrío recorrió su espalda. A su alrededor, en posiciones grotescas, yacían cadáveres que habían sucumbido a una muerte incierta. La piel de los cuerpos, ahora momificada por el paso del tiempo y la exposición al aire salino, estaba estirada sobre los huesos, dándoles una apariencia espectral. Fitzgerald sentía el aire denso, casi pesado, como si cada respiración le costara un poco más. Sus ojos se movían rápidamente, escudriñando cada rincón, cada sombra, en busca de alguna señal de vida, pero solo encontraba la muerte en sus diversas formas.


A pesar de la ominosa atmósfera, algo más llamó su atención. Entre los cuerpos y los restos de los barcos, Fitzgerald notó un brillo dorado. Se acercó y, a medida que la luz del sol se filtraba por los agujeros en las velas, vio grandes cantidades de oro esparcido por todas partes: monedas, lingotes, joyas y artefactos preciosos. El resplandor dorado contrastaba brutalmente con el ambiente de desolación, como una burla a la vida que alguna vez había sido.


Fitzgerald se agachó y tomó una moneda en sus manos. Era fría, pesada, y su brillo era casi hipnótico. Pero rápidamente la dejó caer. Sabía que ese oro no le servía de nada en su situación. El metal precioso no podía saciar su sed ni protegerlo de los peligros que acechaban en ese mundo extraño. Todo el valor que el oro tenía en su mundo anterior se desvanecía en este nuevo contexto.

De pie entre la muerte y la riqueza, Fitzgerald sintió una mezcla de resignación y tristeza. Aquí estaba, rodeado de tesoros que en otro tiempo habrían sido codiciados por cualquiera, y sin embargo, en su situación, no eran más que restos inútiles de un pasado olvidado. Lentamente, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la salida de ese lugar desolado, dejando atrás el oro, los cadáveres, y las ruinas de aquellos que alguna vez lo habían poseído.

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