El "mala suerte", capitulo 5.

 Fitzgerald se encontraba nuevamente en el agua al día siguiente, nadando en busca de una entrada que lo llevara más adentro del barco volcado. La marea estaba extrañamente calmada, y el frío del agua, que solía penetrar hasta sus huesos, ahora le parecía distante, casi agradable. Su cuerpo se movía con una fluidez que nunca antes había experimentado. Cada brazada lo llevaba más rápido y más lejos, como si el agua lo acogiera en lugar de resistirlo.


Mientras exploraba el casco del barco, sus ojos, agudizados por la penumbra azulada, captaron una pequeña abertura en la estructura corroída. Se acercó, notando que el metal oxidado formaba un borde irregular y afilado. La entrada parecía difícil de abrir; la resistencia del agua y la dureza del metal complicaban la tarea. Sin embargo, algo en su mente lo urgía a seguir adelante, a no darse por vencido. Era como si una fuerza interna lo empujara, dándole la certeza de que ese era el camino que debía tomar.


A medida que se concentraba en el trabajo arduo de abrir la entrada, Fitzgerald se dio cuenta de un detalle inquietante: llevaba demasiado tiempo sumergido, pero no sentía la necesidad de salir a la superficie por aire. Su respiración, que debería haber sido dificultosa bajo el agua, era completamente normal. Este pensamiento provocó una oleada de ansiedad, pero no se materializó en pánico, sino en una curiosidad intensa.


Impulsado por esa extraña sensación, llevó una mano a su cuello, esperando sentir su piel fría y húmeda. Pero lo que encontró lo dejó paralizado por un momento. Sus dedos tocaron una serie de pequeñas aberturas, suaves al tacto pero firmes, alineadas a ambos lados de su cuello. El contacto con esas aberturas le provocó un leve escalofrío que recorrió su columna, pero no de miedo, sino de una especie de reconocimiento. Era como si tuviera branquias.


Con el corazón latiendo con fuerza, Fitzgerald bajó la mirada hacia sus manos. Allí estaban nuevamente: tres dedos alargados, conectados por finas membranas translúcidas que brillaban con un tenue resplandor en la penumbra. Pero esta vez no hubo sorpresa ni horror. En lugar de eso, una extraña aceptación se apoderó de él. Decidió probar su nuevo cuerpo.


Dio una fuerte patada hacia adelante, y su cuerpo respondió con una velocidad asombrosa. El agua ya no era una barrera; era un medio natural, que le permitía desplazarse con una agilidad que nunca había conocido. Cada movimiento de sus membranas cortaba el agua con precisión, impulsándolo a una velocidad que lo dejó sin aliento—si es que aún necesitaba aire.


Mientras nadaba, sintió una ligera presión en su espalda, y un nuevo impulso lo hizo girar la cabeza hacia atrás. Allí, emergiendo de su columna, una pequeña aleta se desplegaba con elegancia. El agua la acariciaba, haciéndola vibrar con cada brazada, dándole una estabilidad y un equilibrio que transformaron sus movimientos en pura gracia.


Todo era real. Las branquias, los dedos, la aleta... se había convertido en algo más que humano, algo adaptado a ese entorno hostil. Y en lugar de miedo, Fitzgerald sintió una liberación, un poder que nunca antes había experimentado. Moviéndose con una certeza renovada, se dirigió hacia la abertura en el casco, listo para explorar lo desconocido con su nueva forma.

Durante los días que siguieron, Fitzgerald comenzó a explorar sus nuevas habilidades con creciente confianza. El miedo inicial se había desvanecido, reemplazado por una extraña familiaridad con su entorno acuático. Cada mañana, se sumergía en el mar oscuro, sintiendo el agua envolverlo como un manto reconfortante. Sus branquias, ahora completamente adaptadas, trabajaban en armonía con su cuerpo, permitiéndole respirar bajo el agua con una facilidad asombrosa.


La caza de peces, que antes era un acto desesperado y cargado de incertidumbre, se había convertido en una rutina eficiente. Fitzgerald se movía con una gracia y velocidad que asombraban incluso a él mismo. Sus dedos, alargados y unidos por membranas, se desplegaban como herramientas precisas, cortando el agua con la misma eficacia que un cazador experto. Podía sentir las vibraciones en el agua, percibiendo la más mínima alteración en el entorno, como si el océano le susurrara los movimientos de las presas.


El primer pez que capturó con sus nuevas habilidades fue un espectáculo en sí mismo. Se lanzó en picada hacia un banco de peces plateados que destellaban bajo la luz filtrada del sol, que apenas penetraba las profundidades. Su cuerpo se torció con una agilidad increíble, rodeando a sus presas y cerrando el cerco con una velocidad que desbordaba precisión. Las escamas del pez brillaron un instante antes de que Fitzgerald lo atrapara con un movimiento limpio, sintiendo la textura fría y resbaladiza de la criatura en su mano.


De vuelta en la superficie, Peluchín esperaba pacientemente en la plataforma improvisada del barco. Sus ojos brillaban con una mezcla de alegría y hambre cuando veía a Fitzgerald emerger del agua con un pez fresco en la mano. Los ladridos emocionados del pequeño perro resonaban en el aire salado, acompañando el chapoteo del mar contra el casco.


El proceso de preparar la comida también se había simplificado. Con un cuchillo oxidado que había encontrado entre los escombros del barco, Fitzgerald limpiaba y cortaba el pescado con movimientos seguros, mientras Peluchín observaba con ojos brillantes. Los olores comenzaban a mezclarse: el aroma fresco del pescado crudo, la brisa marina impregnada de sal y el toque metálico de la sangre que se deslizaba por la hoja del cuchillo.

El aroma del pescado cocido se extendía por el aire, llenando sus pulmones con una promesa de saciedad. La carne blanca se desprendía del hueso con facilidad, suave y tierna, su sabor salado y ahumado inundando sus papilas gustativas con cada bocado. Fitzgerald y Peluchín comían en silencio, cada uno saboreando el festín, sintiendo la calidez del fuego y la satisfacción de una comida bien merecida.


Días después:

Fitzgerald nadaba bajo el agua, sus sentidos agudizados mientras acechaba a un grupo de peces. Sus nuevos instintos se habían vuelto casi infalibles, y cada cacería se había convertido en una danza entre él y las criaturas del océano. Sin embargo, ese día algo diferente lo perturbó. Justo cuando estaba a punto de capturar un pez, una extraña sensación recorrió su cuerpo, como si una sombra se cerniera sobre él.


Giró la cabeza lentamente y vio dos enormes criaturas acercándose desde las profundidades. Eran tan grandes como tiburones, pero no tenían las características típicas de estos depredadores. Sus cuerpos alargados y oscuros se deslizaban con una fluidez aterradora, y sus ojos, brillantes como faros, se clavaron en él. Fitzgerald sintió una oleada de pánico que aceleró su pulso. Sin pensarlo dos veces, comenzó a nadar a toda velocidad hacia el barco, sus aletas y membranas trabajando al máximo.


El agua zumbaba a su alrededor mientras cortaba las olas en su desesperada huida. Podía escuchar el latido de su propio corazón, un tamborileo frenético que resonaba en su cabeza. Las criaturas lo seguían, sus cuerpos deslizándose como sombras bajo la superficie. El barco estaba cada vez más cerca, pero las criaturas no parecían dispuestas a ceder.


De repente, Fitzgerald sintió una vibración en el agua, una perturbación diferente. Giró la cabeza por un instante y lo vio: una enorme figura que emergía de las profundidades, un monstruo más grande y aterrador que las criaturas que lo perseguían. Era un pulpo colosal, con tentáculos que se extendían como serpientes bajo el agua, pero lo que lo hacía verdaderamente aterrador era su cabeza, que se asemejaba a la de un perro, con mandíbulas que se abrían y cerraban emitiendo ladridos ahogados que resonaban en el agua como un eco de pesadilla.


Las dos criaturas que lo perseguían se detuvieron en seco, como si la sola presencia de este nuevo monstruo fuera suficiente para disuadirlas. Se giraron y se alejaron rápidamente, desapareciendo en la oscuridad del océano. Pero Fitzgerald no tuvo tiempo de sentir alivio. El pulpo con cabeza de perro había fijado su atención en él y comenzó a perseguirlo, sus tentáculos cortando el agua con una velocidad inesperada.


Fitzgerald nadaba como nunca antes, impulsado por un terror visceral que lo empujaba más allá de sus límites. Podía sentir el aliento de la criatura en la nuca, sus ladridos ahogados cada vez más cerca. El barco estaba a solo unos metros, pero sentía que el monstruo estaba a punto de alcanzarlo. Con un último esfuerzo, se lanzó hacia la superficie y emergió junto al barco, jadeando.


El monstruo no se detuvo. Saltó del agua con una agilidad sorprendente, aterrizando en la cubierta junto a él. Fitzgerald, al salir del agua, comenzó a recuperar su forma humana, sus dedos volviendo a ser cinco, su piel volviendo a su tono natural. Pero lo que sucedió a continuación lo dejó sin aliento.


El monstruo que lo había perseguido, esa aberración con tentáculos y cabeza canina, comenzó a cambiar también. Los tentáculos se replegaron y se transformaron en patas, la cabeza se hizo más pequeña, y la piel viscosa y oscura del pulpo se convirtió en el familiar pelaje de Peluchín. Ante los ojos atónitos de Fitzgerald, el monstruo marino se convirtió en su fiel compañero, que lo miraba con sus ojos brillantes y amistosos, como si nada hubiera pasado.


Fitzgerald cayó de rodillas, el corazón aún latiendo con fuerza en su pecho. Peluchín se acercó y lamió su mano, y el mar, que momentos antes había sido un escenario de terror, se calmó a su alrededor. Pero en lo más profundo de su mente, Fitzgerald sabía que lo que acababa de vivir no era un simple delirio. Las

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