La guerra, capitulo 3.

 El General Solárium se hallaba en la sala de espera del hospital de la emperatriz, caminando de un lado a otro, incapaz de ocultar su nerviosismo. El eco de sus pasos resonaba en las paredes blancas y estériles, apenas mitigado por los pitidos rítmicos de los monitores médicos y el murmullo apagado del personal. El olor a desinfectante impregnaba el aire, agudizando su ansiedad. En su mente, se entrelazaban las preocupaciones por el inminente nacimiento de su nieto y el reciente fracaso de las negociaciones, que había llevado a una prácticamente declarada guerra.


Las luces frías y brillantes de la sala de espera contrastaban con el peso oscuro de sus pensamientos. Miraba constantemente el reloj, cada segundo parecía eterno. Finalmente, un médico salió del quirófano con una sonrisa tranquilizadora. "General Solárium, puede pasar. La emperatriz y el bebé están bien."


Con el corazón latiendo con fuerza, Solárium caminó rápidamente hacia la habitación de Galaxa. Al entrar, fue recibido por una escena de calma en medio del caos que reinaba fuera. La habitación estaba iluminada con una luz suave y cálida, en marcado contraste con la frialdad del hospital. El aire era más tranquilo, cargado solo con el susurro de la vida nueva.


Galaxa, pálida pero radiante, sostenía en sus brazos a un pequeño bulto envuelto en sábanas blancas. Sus ojos, brillantes de emoción y agotamiento, se encontraron con los de su suegro. Con pasos cautelosos, Solárium se acercó a la cama, su mirada fija en el recién nacido. El pequeño emitía suaves gemidos, un sonido frágil pero lleno de vida.


"¿Cómo se llamará?" preguntó el General, con voz apenas contenida por la emoción.


"William," respondió Galaxa con firmeza, "como mi padre."


Solárium asintió, una mezcla de orgullo y tristeza surcando su rostro. "Un nombre digno de su linaje."


El General se tomó un momento para observar al bebé antes de arrodillarse junto a la cama de Galaxa. "Hay algo que debo contarte," comenzó, con voz grave. "Las negociaciones fracasaron. El conflicto es inevitable. La guerra está a las puertas."


Galaxa lo miró fijamente, sus ojos oscureciéndose con la comprensión y la determinación. "Cuentas con mi apoyo, General. Haremos lo que sea necesario para proteger nuestro imperio y a mi hijo."


Solárium asintió, su rostro reflejando una mezcla de resolución y preocupación. "Debes resguardar a William lejos de la guerra. Este lugar ya no es seguro para él."


La emperatriz negó con la cabeza, sus labios temblando ligeramente. "No puedo separarme de mi hijo, Solárium. Él es todo lo que me queda de... su padre."


El General posó una mano firme pero gentil en el hombro de Galaxa. "El dolor de perder a un hijo es inigualable, Galaxa. No quiero que sufras lo mismo. Protege a William. Es lo que su padre habría querido."


Las palabras de Solárium resonaron en la habitación, llenándola de un silencio pesado. Galaxa bajó la mirada hacia su hijo, sus ojos llenos de lágrimas no derramadas. Finalmente, asintió lentamente, la determinación mezclada con un profundo dolor. "Lo protegeré," susurró. "Por él, y por su padre."


El General se levantó, sus ojos fijos en los de la emperatriz. "Confío en ti, Galaxa. Juntos, superaremos esto." 


Mientras Solárium salía de la habitación, el eco de sus pasos se mezclaba con los suaves murmullos del hospital, marcando el comienzo de una nueva era, tanto para su familia como para el imperio.

Días después, Jesús Manso Smith, alto y delgado, con un rostro afable y una sonrisa perpetua, se encontraba transportando al joven príncipe William hacia su destino. La nave, una de las más avanzadas del imperio, surcaba el espacio en dirección al planeta de los volcanes. Jesús, a pesar de su habilidad innata como piloto, había vivido una vida de fracasos como pirata, por lo que este encargo, el mejor pagado que había recibido en mucho tiempo, le ofrecia una gran oportunidad.


El interior de la nave era modesto pero funcional. Las luces parpadeaban intermitentemente, reflejando una sensación de precariedad. El sonido constante de los motores zumbando era casi hipnótico, y el leve olor a aceite y metal viejo impregnaba el aire. En una cápsula segura, el pequeño William dormía plácidamente, ajeno al tumulto de su entorno.

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