El hijo prodigo y el angel de la muerte, capitulo 1.

 En un futuro lejano, en un planeta árido y desolado, el sol abrasador teñía el cielo de un rojo sangriento. William, un joven de 18 años, caminaba lentamente por las tierras arenosas mientras observaba cómo la nave que lo había traído aquí se alejaba en el horizonte, convirtiéndose en un pequeño punto antes de desaparecer por completo. Sus pasos eran firmes pero prudentes, levantando pequeñas nubes de polvo que se mezclaban con el viento caliente y seco. La arena, fina y dorada, se adhería a sus botas y se infiltraba en cada pliegue de su ropa.


William era alto y de complexión media, sin musculatura notable, pero su determinación se reflejaba en cada movimiento. Sentía el peso de su mochila, cargada con unas pocas provisiones, en sus hombros. El agua escaseaba y cada gota debía ser administrada con cuidado. El calor sofocante hacía que el sudor le resbalara por la frente, empapando su cabello oscuro que se pegaba a su piel.


El viento, aunque ligero, era implacable, silbando con un tono agudo que resonaba en sus oídos y llenaba el aire con un murmullo constante. A lo lejos, el paisaje estaba salpicado de formaciones rocosas y montañas escarpadas que se elevaban como guardianes de piedra en un vasto desierto de nada. El suelo bajo sus pies era duro y quebradizo, con grietas que parecían cicatrices de un planeta herido.


A pesar del entorno hostil, William no se dejaba amedrentar. Ni lento ni perezoso, decidió adentrarse a una cueva en la montaña cercana, buscando refugio del sol inclemente. Al aproximarse a la entrada, la temperatura comenzó a descender ligeramente, y la oscuridad de la cueva le ofreció un alivio bienvenido del resplandor cegador del exterior.


El interior de la cueva era fresco y silencioso, con un eco distante que respondía a cada uno de sus pasos. El suelo, aunque cubierto de polvo, era firme y desigual, con piedras y pequeños escombros esparcidos por todas partes. El aire tenía un olor terroso y húmedo, un contraste sorprendente con la sequedad del exterior. Al encender una pequeña linterna, el haz de luz reveló las paredes irregulares de la cueva, adornadas con estalactitas y estalagmitas que parecían esculturas naturales.


Cada gota de agua que caía de las estalactitas resonaba en el silencio, creando una sinfonía de sonidos que llenaba el espacio. William avanzó con cautela, explorando los recovecos de la cueva. La linterna proyectaba sombras alargadas y temblorosas, que se movían como figuras espectrales en las paredes. La sensación de estar siendo observado se hizo palpable, pero William la desechó como producto de su imaginación.


En el fondo de la cueva, encontró un pequeño manantial de agua cristalina, una joya inesperada en ese lugar inhóspito. Se arrodilló y bebió con avidez, sintiendo cómo el líquido fresco revitalizaba su cuerpo y mente. Guardó un poco en su cantimplora, sabiendo que este recurso sería vital para su supervivencia.


al día siguiente:

El amanecer en el planeta árido llegó con un brillo dorado que tiñó el horizonte, pero no alivió el calor sofocante que envolvía el lugar. William se levantó, aún agotado por la jornada anterior, y salió de la cueva. El aire matutino, aunque más fresco, todavía llevaba consigo la promesa de un día abrasador. El sol, como una esfera de fuego, ascendía lentamente, y William comenzó a caminar por los alrededores, decidido a explorar más y buscar alguna señal de vida o recursos.


El paisaje era un desierto infinito de arena y roca, con dunas que ondulaban como olas congeladas en el tiempo. Mientras avanzaba, el crujido de la arena bajo sus botas resonaba en el silencio sepulcral del desierto. A cada paso, sentía una extraña inquietud, una sensación persistente de ser observado. Miraba a su alrededor, pero no veía nada fuera de lo común. Sin embargo, la sensación no desaparecía.


Las horas pasaron y el sol alcanzó su cenit, inundando todo con una luz cegadora. William, sudoroso y cansado, decidió descansar un momento. Se sentó en una roca y bebió un poco de agua, pero la sensación de vigilancia se intensificó. El viento, que antes susurraba suavemente, ahora parecía llevar consigo murmullos inquietantes, como voces distantes.


De repente, un ruido sordo rompió el aire. Antes de que pudiera reaccionar, William sintió un peso abrumador caer sobre él. Era una gigantesca araña, sus patas peludas y robustas arañaban su piel, mientras sus ojos múltiples reflejaban la luz del sol. El terror se apoderó de él cuando la criatura lo mordió, un dolor agudo y punzante recorrió su cuerpo. Su visión comenzó a nublarse, pero antes de sucumbir al dolor, un destello de metal atravesó el aire.


Una especie de cuchillo, afilado y brillante, se movió con precisión mortal, cortando a la araña en dos partes. La sangre viscosa de la criatura salpicó a William mientras la araña caía muerta a su lado. Sentía su fuerza desvanecerse, sus extremidades se volvían pesadas y la consciencia lo abandonaba. Mientras caía al suelo, pudo distinguir una figura borrosa que se acercaba rápidamente.


William perdió el conocimiento, pero aún en la neblina de su mente, sentía cómo alguien lo levantaba y lo arrastraba. El contacto era firme pero cuidadoso, como si su salvador tuviera experiencia en tratar con heridos. El suelo rugoso raspaba su piel mientras era llevado a algún lugar desconocido. El mundo a su alrededor se volvió un torbellino de sombras y sensaciones vagas.


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