Trimind, capitulo 1.

 En el rincón más oscuro y húmedo del sótano, Joseph, un niño de ocho años, se acurrucaba temblando de miedo. Sus pequeños brazos rodeaban sus piernas mientras trataba de encontrar consuelo en su propio abrazo. La tenue luz que se filtraba a través de las rendijas de la puerta apenas iluminaba su rostro pálido y sus grandes ojos oscuros llenos de terror.


Joseph tenía el cabello castaño despeinado, manchado de polvo y telarañas. Sus mejillas estaban húmedas de lágrimas y enrojecidas por el llanto. Pero lo que más llamaba la atención eran las dos protuberancias de color rojo intenso que sobresalían de sus orejas. Eran grandes, del tamaño de una naranja, pero su brillante color contrastaba fuertemente con la palidez de su piel, dándoles un aspecto casi sobrenatural.


El sótano era un lugar sombrío y frío, con paredes de concreto sin pintar y el suelo cubierto de polvo y fragmentos de madera. Un olor a humedad y moho impregnaba el aire, haciéndolo difícil de respirar. De vez en cuando, el goteo constante de una tubería rota resonaba en el espacio, acentuando el silencio sepulcral que lo rodeaba.


Joseph había sido encerrado en ese lugar por su madre, una mujer cuya figura se volvía más difusa y aterradora con cada minuto que pasaba. Ella había perdido su suavidad y cariño desde que comenzaron a aparecer las protuberancias en las orejas de Joseph. Creía firmemente que eran un signo de algo maligno, algo que debía ocultarse del mundo exterior a toda costa. Sus reprimendas y castigos habían escalado hasta el punto de encerrarlo en el sótano, un lugar que Joseph siempre había temido desde pequeño.


El eco de sus sollozos resonaba en el espacio vacío, mezclándose con los ruidos de la casa arriba, donde su madre continuaba con su vida cotidiana como si nada. Joseph podía escuchar los pasos pesados sobre su cabeza, el chirrido ocasional de una puerta y el sonido lejano de una radio. Cada sonido exterior le recordaba que estaba solo en la penumbra, atrapado y sin esperanza de ser liberado.

Las horas se hicieron eternas. El hambre comenzó a retorcer su estómago, y la sed hacía que su garganta se sintiera como papel de lija. Sus pensamientos vagaban entre la desesperación y la esperanza de que alguien, algún día, lo encontraría y lo sacaría de ese oscuro agujero. Pero cada vez que se atrevía a imaginar una escapatoria, el miedo y la realidad lo aplastaban de nuevo, dejándolo sumido en la oscuridad y la tristeza.

La puerta oxidada del sótano se abrió con un chirrido agudo, revelando un rayo de luz que cortaba la oscuridad como una daga. Por la escalera descendería una mujer, la madre de Joseph, con una bandeja en la mano cargada de comida cruda. Su figura se recortaba contra la luz, proyectando una sombra larga y ominosa que parecía extenderse hasta donde alcanzaba la vista del niño.


La mujer era alta y delgada, con una postura rígida. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño apretado en la parte superior de su cabeza, revelando una frente tensa y unas cejas fruncidas que parecían talladas en mármol. Sus ojos, fríos y penetrantes como dagas de hielo, escudriñaban el sótano con una intensidad que enviaba escalofríos por la espalda de Joseph.


Cada paso que daba resonaba en el hueco del sótano, marcando su avance con un ritmo ominoso que anunciaba su presencia con claridad. Su ropa, una bata gastada y descolorida, parecía un reflejo de su estado mental: desgastada por el tiempo y la tensión.

La comida en la bandeja era una colección de carne sin cocinar y vegetales descoloridos, dispuestos de manera descuidada como si hubieran sido arrojados allí con disgusto. El brillo de la carne cruda resaltaba en la tenue luz, enviando destellos rojizos que bailaban sobre las paredes del sótano, creando sombras grotescas que se retorcían y se contorsionaban con cada movimiento de la mujer.


Sus labios estaban apretados en una línea fina y recta, sin mostrar ningún indicio de emoción o compasión. Cuando sus ojos encontraron los de Joseph, parecían atravesarlo con una mirada fría y sin piedad, como si estuviera mirando a través de él en lugar de hacia él. La expresión en su rostro era una mezcla de desdén y disgusto, como si la mera presencia de su hijo fuera una afrenta a su existencia.

La madre dejó la bandeja de comida en el suelo del sótano con un golpe sordo, antes de girarse y comenzar a subir las escaleras. Joseph observaba con temor cómo se alejaba, preguntándose qué nueva tortura le esperaba ahora. Pero antes de que pudiera formular una pregunta, un movimiento inesperado capturó su atención.


Frente a él, apareció un ser que era idéntico en cada detalle a él mismo. Sus ojos se abrieron con sorpresa y miedo mientras observaba al duplicado que se materializaba ante sus ojos. El otro Joseph se acercó lentamente, con una expresión de calma en su rostro que era casi inquietante.


El aire en el sótano parecía vibrar con una energía extraña, como si la presencia del duplicado hubiera alterado la realidad misma. Joseph podía sentir el pulso acelerado de su corazón martillando en sus oídos, mientras el miedo se apoderaba de él con fuerza renovada. Cada fibra de su ser estaba tensa y alerta, preparada para huir o luchar si fuera necesario.


El duplicado se detuvo frente a él, a solo unos centímetros de distancia, y lo miró con los mismos ojos oscuros y llenos de miedo que los suyos propios. Joseph podía ver su reflejo en esos ojos, distorsionado por el miedo y la incertidumbre. Pero también podía ver algo más: una chispa de comprensión y conexión que lo desconcertaba aún más.


"¿Quién eres tú?" preguntó Joseph, su voz temblorosa y apenas audible en el silencio del sótano.


El duplicado sonrió débilmente, revelando los mismos dientes blancos y parejos que Joseph había visto en su propio reflejo tantas veces antes. "Soy tú", respondió, su voz suave y calmada. "Soy tu reflejo, tu otro yo."

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