El gran ingeniero, capitulo 13.

 El jefe Manta, una figura imponente de piel oscura marcada por cicatrices intrincadas, se erguía con orgullo. Vestía una capa de plumas multicolores que se balanceaba con gracia con cada movimiento. Sus ojos profundos reflejaban una sabiduría ancestral, y su presencia magnética llenaba la choza con una aura de autoridad. A su lado, el jefe Nuca, exudaba una calma serena y una determinación firme. Vestido con una túnica adornada con motivos tribales. A su lado, el jefe de los yantas escuchaba con atención, su semblante reflejaba la seriedad del momento. Vestido con una túnica de tonos azules y verdes que evocaban los colores del mar, el jefe de los yantas emanaba una sensación de calma y confianza en sí mismo. Su cabello oscuro caía en mechones alrededor de su rostro, acentuando su apariencia.

Victor: yet, Recuerdas la caja que te mencioné antes de llegar a América, la que dije que nos ayudaría a conseguir oro?


Yet: Sí, claro que la recuerdo.


Victor: Usaré eso.

Horas después:

El laboratorio estaba impregnado con el olor acre de la dinamita, un aroma penetrante que llenaba el aire y hacía picar ligeramente la nariz de Yet. Las paredes de piedra del laboratorio reverberaban con el sonido metálico de las herramientas mientras Victor mostraba con orgullo los cartuchos de dinamita dispuestos sobre una mesa.


Yet observaba con fascinación los cilindros de dinamita dispuestos frente a él, cada uno de ellos representando una promesa de victoria contra los tincas. El brillo amarillo de la luz eléctrica iluminaba la habitación, creando sombras danzantes que se movían con el temblor de la llama en las lámparas de petróleo. 

Dos semanas después:

Los soldados tincas avanzaban con determinación a través del cañón, sus pasos resonaban en las paredes de piedra que se alzaban a ambos lados del estrecho pasaje. El sol del mediodía brillaba sobre ellos, haciendo que el aire caliente se volviera sofocante. A pesar del calor y la aspereza del terreno, los mil quinientos hombres continuaban avanzando con paso firme, cada uno de ellos confiado en su superioridad numérica y en la fortaleza de su nueva comandancia.


El nuevo comandante destacaba entre sus hombres, no solo por su estatura imponente, sino también por su armadura de madera y su semblante imperturbable. Sus ojos oscuros escudriñaban el cañón con determinación, mientras sus labios se curvaban en una mueca de confianza. Cicatrices marcaban su piel curtida por el sol y la batalla, testigos de su experiencia en el campo de guerra. 

Los soldados tincas avanzaban en formación apretada por el estrecho cañón, el sol del atardecer lanzaba destellos dorados sobre sus armaduras relucientes. Sus pasos resonaban en las paredes rocosas, creando un eco ominoso que llenaba el aire. 

De repente, el silencio del cañón se rompió por un estruendo ensordecedor. Las tribus de los nucas, mantas y yantas surgieron de entre las sombras de los acantilados, lanzando una emboscada sorpresiva sobre los soldados tincas. Las flechas silbaron por el aire, encontrando sus blancos entre las filas enemigas, mientras que los guerreros nucas, con sus cuerpos pintados y sus lanzas en alto, descendieron de los acantilados con ferocidad.

Victor, montado en la espalda de Yet, se adelantaba al frente de las tribus aliadas. Su figura destacaba entre la confusión de la batalla, con su megáfono en alto. Victor, montado en Yet, se mantenía en el centro de la salida del cañon. 

Victor: ¡Soy el hijo del dios del trueno! ¡Si no se detienen, desatarán su ira y perecerán!


Comandante Tinca: ¡Tonterías! ¡Esos son solo mitos para sembrar el miedo entre nosotros! ¡Avancen, soldados, no escuchen!

Los soldados tincas avanzan con determinación, ignorando las advertencias de Victor y siguiendo las órdenes del comandante. La tensión en el aire es palpable mientras se preparan para enfrentar lo que sea que encuentren más adelante.

El estruendo de una serie de explosiones resonó repentinamente en el estrecho cañón mientras la dinamita detonaba, haciendo temblar la tierra y levantando nubes de polvo y escombros. Los tincas, sorprendidos por el ataque inesperado, intentaban desesperadamente cubrirse mientras la roca del centro del cañón volaba en pedazos.


Los soldados tincas caían uno tras otro, sus cuerpos destrozados por la fuerza de las explosiones y los proyectiles de roca. El aire estaba lleno del olor acre de la pólvora y el polvo levantado por las explosiones, dificultando la respiración y nublando la visión.


Los que lograban sobrevivir a las explosiones y trataban de escapar eran recibidos por una lluvia de flechas y lanzas provenientes de los guerreros de las tribus, que acechaban en la entrada y salida del cañon. Los gritos de agonía se mezclaban con el sonido de las armas y el rugido del viento que soplaba a través del desfiladero.


En medio del caos y la destrucción, solo restaron tres soldados tincas, rodeados por los guerreros que se acercaban desde ambas direcciones. 

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