El "mala suerte", capitulo 7.

 Fitzgerald avanzaba lentamente por el estrecho pasillo del camarote, el crujido de las maderas bajo sus pies resonaba en el silencio inquietante del lugar. La luz que se filtraba a través de las rendijas de las velas rasgadas apenas iluminaba los cuerpos momificados que yacían en grotescas posturas, testigos mudos de un pasado aterrador. El olor a sal y descomposición se mezclaba con un hedor metálico, haciendo el aire denso y pesado.


En el rincón más alejado, Fitzgerald descubrió un pequeño escritorio cubierto de polvo y restos de madera podrida. Sobre él, un cuaderno de cuero se destacaba entre la penumbra. Con un movimiento cuidadoso, Fitzgerald se inclinó y lo levantó, notando el peso de la bitácora y la frialdad del cuero al tacto. Al abrirla, el crujido del cuero y el papel era casi un susurro en el silencio, mientras las páginas revelaban una escritura en inglés, apenas visible en la tenue luz.


Las primeras páginas contenían garabatos apresurados, pero pronto encontró una entrada más legible, escrita con una caligrafía temblorosa. El texto describía a un hombre que se identificaba como el capitán de uno de los barcos en aquella amalgama flotante. Fitzgerald se sumergió en la lectura, sus ojos escudriñando cada palabra mientras el calor de la habitación parecía intensificarse.


El capitán relataba cómo el barco había sido atraído por una fuerza magnética desconocida. El relato estaba cargado de una desesperación palpable. "Hay algo en el agua que nos arrastra," escribía el capitán, "todos los barcos aquí tienen metal en su estructura. He observado que cuanto más metal, más fuerte la atracción."


A medida que Fitzgerald leía, la sensación de opresión en el aire aumentaba. El capitán seguía explicando que, para escapar de la trampa, uno debía utilizar un transporte sin metal y nadar en una dirección opuesta al sol, con una moneda como referencia. "Si te atreves a salir, hazlo con un bote de madera y usa una moneda de plata como punto de referencia. Nada contra el sol y no te detengas."


El texto se volvía cada vez más desordenado y frenético. Las últimas líneas estaban garabateadas con una urgencia desesperada. "Escucho disparos," escribía el capitán al finalizar.

Mientras se alejaba del camarote, el silencio se hizo aún más profundo. Fitzgerald se dio cuenta de que el mensaje del capitán era una posible clave para su propia supervivencia. Con una sensación de urgencia renovada, comenzó a planear su siguiente movimiento, sabiendo que el escape requeriría esfuerzo.

Durante los meses siguientes, Fitzgerald y Peluchín compartieron una rutina que se volvió su modo de vida en el desolado cementerio de barcos. El ambiente a su alrededor era una mezcla constante de desolación y adaptación; el cielo a menudo se mostraba nublado, arrojando una luz difusa sobre el paisaje de restos marinos y maderas en descomposición. La brisa salina parecía llevar consigo ecos del pasado, mientras el suelo estaba cubierto de un enredado tapiz de algas y madera podrida.


Con paciencia y esfuerzo, Fitzgerald comenzó a construir una balsa utilizando la madera de los barcos abandonados. Cada mañana, al salir el sol, se embarcaba en la tarea de desmantelar y cortar las tablas podridas con el cuchillo de oro que había encontrado. El cuchillo, aunque de gran belleza, era sorprendentemente funcional; su hoja reflejaba la luz del sol en destellos dorados cada vez que Fitzgerald la usaba. A cada corte, el sonido de la madera rompiéndose era como un crujido sordo que se perdía en el aire húmedo.


Peluchín, en su forma de pulpo, se convertía en una parte esencial de la operación. Sus tentáculos se movían con una fluidez asombrosa mientras recogía y colocaba las piezas de madera con una precisión casi artística. La piel de Peluchín, en su forma de pulpo, tenía un tono azulado que contrastaba con las tablas de madera y sus ojos, brillantes e inquisitivos, seguían cada movimiento de Fitzgerald con atención.


La construcción de la balsa era un proceso arduo. Fitzgerald trabajaba con sudor en la frente, sus manos endurecidas por el trabajo constante, mientras la humedad del aire se adhería a su piel. La combinación de la madera crujiente y el olor persistente a sal se mezclaba con el aroma metálico del oro en el cuchillo. Cada tabla que se unía al resto de la balsa creaba un nuevo conjunto de ruidos: el chirrido de los clavos, el golpe seco de la madera al ser colocada en su lugar.


Finalmente, la balsa estuvo lista. El primer amanecer de su viaje fue acogido con una mezcla de esperanza y aprensión. Fitzgerald y Peluchín se prepararon para zarpar, llevando consigo lo esencial. El aire fresco de la mañana era revitalizante, aunque la sensación de humedad y el olor a mar seguían presentes. Peluchín, en su forma de pulpo, se posicionó estratégicamente en el agua, sus tentáculos extendiéndose para empujar la balsa fuera de la plataforma de barcos abandonados.


Con cada empuje, la balsa se movía lentamente, sus tablas crujían bajo la presión del agua mientras avanzaba hacia lo desconocido. Fitzgerald, sentado al borde de la balsa, sentía la vibración de cada movimiento y el suave balanceo que lo mantenía alerta. A su lado, Peluchín trabajaba incansablemente, sus movimientos eran una coreografía de precisión que impulsaba la balsa con una energía renovada.


El viaje comenzó bajo un cielo despejado, el sol brillando intensamente en el horizonte. El mar, inicialmente tranquilo, ofrecía un contraste sereno con la turbulencia que Fitzgerald había dejado atrás. Mientras la balsa avanzaba, el sonido de las olas chocando suavemente contra el borde creaba un ritmo calmante, y el aire salado se sentía como una mezcla de libertad y desafío. Fitzgerald observaba el horizonte con una mezcla de expectativa y determinación, consciente de que cada remada de Peluchín los acercaba un paso más hacia la libertad prometida.

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