El "mala suerte", capitulo 3.

 Fitzgerald comenzó a sentir una creciente inquietud en su interior. Aunque las galletas y los panqueques abundaban,  sabía que no podía sobrevivir solo con eso. Cada vez que comía, el vacío en su estómago persistía, recordándole la necesidad de una comida sustancial. Sin embargo, había algo aún más perturbador que el hambre misma: desde que el barco se había volcado, no había visto un solo pez en el agua. En medio del océano, rodeado de agua por todas partes, la ausencia de vida marina era desconcertante.

Fitzgerald se zambulló en el agua fría y oscura, nadando hacia el interior del barco. El metal oxidado y los escombros le rozaban la piel, y cada brazada era un esfuerzo doloroso contra la resistencia del agua.


El interior del barco estaba sumido en una penumbra azulada, y el silencio era profundo, roto solo por el eco de sus movimientos. El frío calaba hasta los huesos, y el olor a sal y metal oxidado impregnaba el aire. Fitzgerald nadó entre los restos flotantes de la embarcación, esquivando muebles destrozados y objetos que parecían fantasmas atrapados en el tiempo. Finalmente, después de lo que le parecieron horas de búsqueda, sus ojos se posaron en un rincón oscuro del antiguo almacén.


Allí, cubierta de polvo y parcialmente sumergida, encontró una caña de pescar. El mango de madera estaba nuevo, y el carrete de metal también. La línea, aunque delgada y frágil, era utilizable. Con una mezcla de esperanza y desesperación, tomó la caña y comenzó a regresar hacia la plataforma inferior del barco.


Al llegar, el aire frío le golpeó la cara, y el sonido del agua al chocar contra los restos del barco llenaba el silencio. Fitzgerald se sentó en el borde de la plataforma, el viento helado haciendo que su piel se erizara. Con manos temblorosas, preparó la caña, desenredando la línea con cuidado. El anzuelo estaba algo oxidado, pero aún parecía lo suficientemente afilado para cumplir su función. A falta de carnada, decidió usar un trozo de galleta, rezando para que algún pez hambriento lo considerara apetitoso.


Lanzó la línea al agua, observando cómo el anzuelo desaparecía en las profundidades oscuras. El silencio se hizo más pesado, solo interrumpido por el susurro constante del mar. Fitzgerald sostuvo la caña con fuerza, sus dedos entumecidos por el frío. Cada segundo que pasaba parecía una eternidad. El horizonte gris y desolado se extendía ante él, y la ausencia de peces, de cualquier señal de vida, hacía que la esperanza disminuyera con cada minuto que pasaba.


Pero Fitzgerald no tenía más opciones. Cerró los ojos, dejando que el sonido rítmico de las olas le diera una frágil sensación de calma. Sabía que su supervivencia dependía de aquel pequeño anzuelo sumergido en las profundidades desconocidas.

Fitzgerald sintió un tirón repentino en la línea, un movimiento sutil que apenas rompió la calma del agua. Su corazón dio un vuelco. ¿Había realmente algo allí? Con manos temblorosas, comenzó a enrollar la línea lentamente, luchando contra la tensión que se incrementaba a medida que lo que fuera que había mordido el anzuelo se resistía a ser arrastrado hacia la superficie. El carrete oxidado de la caña chirriaba con cada vuelta, y sus músculos, debilitados por el hambre y el frío, ardían con el esfuerzo.


El agua a su alrededor se agitó, creando pequeñas ondas que rompieron el espejo oscuro del mar. Con cada tirón de la caña, la tensión aumentaba, y Fitzgerald tuvo que plantarse firmemente para evitar ser arrastrado por la criatura al otro lado de la línea. Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad de lucha, algo comenzó a emerger de las profundidades.


La primera visión del pez lo dejó helado. El brillo de su piel, de un tono oscuro y aceitoso, contrastaba con el entorno opaco del mar. Sin embargo, lo que realmente capturó su atención fueron los ojos. No dos, sino cuatro ojos que se alineaban en su cabeza, parpadeando de manera antinatural bajo la luz tenue que se filtraba desde el cielo nublado. Eran grandes, redondos, y de un color amarillo penetrante que parecía brillar en la penumbra.


El resto de su cuerpo era igualmente extraño. La piel, que inicialmente parecía lisa, estaba cubierta de pequeñas escamas que se erizaban como diminutas espinas. Sus aletas eran robustas y se movían con fuerza, golpeando el agua con un ruido seco que resonaba en la calma que rodeaba a Fitzgerald. Las mandíbulas del pez se abrían y cerraban con un chasquido, revelando una fila de dientes afilados que parecían demasiado grandes para su cuerpo.


Fitzgerald sintió un nudo de ansiedad en el estómago. Esta criatura no era un pez común; su aspecto era casi prehistórico, como si perteneciera a una era pasada, a un tiempo en el que criaturas monstruosas gobernaban los mares. 

Con un esfuerzo final, tiró del pez hacia la plataforma. La criatura cayó con un golpe húmedo sobre la madera, sus escamas brillando bajo la luz tenue del día. Los cuatro ojos lo miraron fijamente, y Fitzgerald sintió un escalofrío recorrer su columna. El pez, aunque fuera de su elemento, seguía moviéndose con fuerza, su cuerpo sinuoso golpeando la plataforma con un sonido hueco que resonaba en el silencio.


Fitzgerald se inclinó hacia la criatura, su respiración entrecortada por la mezcla de miedo y asombro. El olor a pescado fresco, mezclado con algo metálico y desagradable, se extendió en el aire. La criatura jadeaba, su boca abriéndose y cerrándose en un movimiento mecánico, como si intentara respirar en un entorno que le era completamente hostil. 

Después de una lucha agotadora, Fitzgerald y Peluchín finalmente se encontraron sentados en la plataforma improvisada del barco, rodeados por el inconfundible olor a pescado cocido. La extraña criatura había sido limpiada y preparada con los utensilios que Fitzgerald había encontrado en la cocina invertida del barco: un cuchillo oxidado, un viejo tenedor, y una sartén que, aunque algo sucia, parecía adecuada para la tarea.


Fitzgerald había montado un improvisado fuego en una de las áreas menos dañadas de la cocina, usando restos de madera y papel como combustible. La llamita parpadeaba débilmente, proyectando sombras temblorosas en las paredes metálicas del barco. A su alrededor, el aire estaba impregnado con el aroma a pescado cocido, un contraste tentador con el olor salado y metálico del mar.


El pez, tras ser colocado en la sartén, había comenzado a soltar un fragante vapor que llenaba el espacio con una promesa de saciedad. Cada giro en la sartén hacía que el aroma se intensificara, una mezcla de pescado fresco y el toque ahumado de la cocción. 


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